jueves, 15 de abril de 2021

 




LAS HOJAS MUERTAS.



Ya no es fácil encontrar alguien que se sienta consubstanciado con la idea de que “algún día de estos” va a ir a dar con su humanidad a cualquiera de esos rincones solitarios de un cementerio. Más bien, aparece un indisimulado escozor que recorre desde la punta de los pelos hasta las uñas de los pies por el solo hecho de pensar en eso.

Me parece que “antes” (y de eso hace mucho tiempo), esa realidad incontrastable de “irse pa´los pinos” era una verdad tan aprendida de nuestros ancestros que hasta se tomaba con cierto realismo y para nada con el miedo fingiendo indiferencia con que lo sentimos hoy día.

Un vecino que no conocí porque murió en 1901, dirigía, opinaba e interactuaba con los albañiles en el cementerio donde estaban construyendo un suntuoso templete para él, con un prísitino busto, tan blanco como lo macilento de su rostro cada día que pasaba. Después de almorzar, se colocaba un impecablemente blanco sobretodo y caminaba las treinta cuadras desde su casa hasta el cementerio, para esa tarea que cumplía con tan envidiable enjundia, con la que parecía no deseaba extrañar demasiado el cambio de vivienda que le era ya inminente.

Sin duda, que fue, en la inteligencia morbosa de este viejo vecino, el ver, con sobrada paciencia, cómo iría a lucir su tumba cuando cualquier ser aún vivo iba a poder despotricar o alabarlo sin que sus oídos ya no le escuchasen. No era aquella tumba, un dechado del arte, pero sí persistió en los dimes y diretes de la gente durante muchos años, tal cual lo hicieran hace milenios los sobrevivientes de Mausolo, el sátrapa de Halicarnaso que se endiosó a sí mismo haciendo construir un edificio tan suntuoso que cumplió con los deseos de tan vanidoso y soberbio personaje: se mantuvo hasta hoy día en el recuerdo de cada quien, cada vez que pasa frente a un “mausoleo”.

No pongo ninguna duda cuando lo escribo. Los cementerios no son la tumba de los héroes, sino, en algunos casos, la morada de sus complejos y la extensión de las virtudes que cada quien tuvo el derecho que creer que las tenía. También creo que las tumbas, por más resecas o solitarias que puedan encontrarse en la tranquilidad y el silencio de los cementerios, tienen sus cosas para contar.

En efecto; las tumbas no son mudas. Albergan historias para decir o para recordar en su cruda realidad llena de silencios. Relatos y recuerdos que se prenden como retorcidos brazos de hiedras de los monumentos recordatorios, de los simples legajos de piedra que son las lápidas, mezquinas y recatadas en la simplicidad de sus datos, o de los ya casi desaparecidos cenotafios, que rememoran a quienes ni siquiera habitan un panteón por haber muerto en la guerra o alejado de sus queridos y que, tal cual la viejísima costumbre griega, se construían siguiendo la creencia pagana por la que aquellos muertos que no hubiesen sido enterrados adecuadamente, sólo les esperaba una centuria de silencioso trajinar hasta que por fin fueran aceptados en los “campos elíseos”, el paraíso de aquellos coetáneos de Homero, Pericles, Aristóteles, Sófocles o Fidias, el dueño y señor de las artes.

¡Hay si pudiesen hablar esas piedras talladas o sus bronces renegridos! Creo que así podríamos apreciar la importancia de tanto patrimonio desparramado década tras década, algunos que otros ya tan marchitos que se confunden con los colores ocres y verdes mustios de los musgos.

Siempre, el cementerio nos recuerda a la muerte. Sus símbolos y lo que arrastra el patrimonio de nuestros antiquísimos parientes, está en cada paso que por él transitamos. No hay allí, creo, ninguna de nuestras miradas que nos derive hacia la alegría, sino que nos lleva, como un gigantesco remolino, a la pena, a la incertidumbre y a la quietud de la muerte. Algunas veces previsible y, la mayoría, no buscada ni esperada, entronizándo en nuestros espíritus el desasosiego que nunca jamás perdemos…

Los recuerdos tropiezan de vez en cuando con las tumbas de gente que casi nadie recuerda. Sólo las miramos de cerca cuando deseamos adentrarnos en aquellos años y recapacitar sobre el arte puesto de manifiesto tanto en suntuosos como en más modestos panteones. Nombres se mezclan con los epitafios o simplemente forman una melange de fechas que ya han perdido hasta su sentido cronológico. En esos breves espacios, ni siquiera ha habido tiempo ni lugar como para saber de quién se trata esas referencias a nombres de la familia que desfilaron durante décadas para ir dejando allí, después de que se pusieran mustias las últimas flores, un breve hálito de personajes perdidos en el tiempo.

Pero, como decíamos, esas tumbas respiran sus propias historias que se escapan del interior como vapores silenciosos que nos evocan tiempos idos hace mucho tiempo.

En el panteón de la familia Stirling, alguien intentó borrarle la “E” que se había antepuesto al apellido, castellanizándolo un poco. Es mucho pero en el devenir de la historia es poco aquellos años de principios del 1800. Un drama amoroso había cruzado el océano para procurar desprenderse de la incomprensión del abolengo de familias que no entendían nada de amor, sino deseaban continuar arrastrando por los siglos de los siglos los casamientos arreglados.

Por eso Catalina y Alejandro decidieron recalar en tierras brasileñas para escapar del fiero designio de perder la vida ante las amenazas de los parientes si acaso continuaban entronizando su amor por encima de lo demás. Y, por si acaso no habían comenzado su vida matrimonial llena de pesares, el destino se ensañaría con sus vástagos; David, el primer hijo, murió de fiebre amarilla; el segundo hijo, también llamado David, sufrió las consecuencias de la persecución del tirano Rosas y sus esbirros que lo golpearon casi hasta quitarle la vida por no demostrarse en la escuela a favor de la escarapela color punzó.

Alejandro, en quien la familia Stirling ponía sus esperanzas de convertirse en el heredero, también pagó con su vida por causas políticas cuando, emigrada la familia al Uruguay, se toparon con los enfrentamientos de blancos con colorados. Un grupo de los contendientes, sorprendiendo al muchacho cabalgando solitario por el campo, lo interpeló y acusándolo de ser espía, lo mataron sanguinariamente.

¿ Cómo, en breves lápidas carcomidas por la humedad del tiempo, es posible escribir los trazos de estas historias? Y si acaso alguien lo hizo, seguro fue escrito con carbón porque los años lo desdibujaron lastimosamente…

Donde más ha volado mi imaginación es frente a la que la gente llama “el osario”. Un espacio cuadrado donde algunas almas piadosas arrojan algunas flores, como si acaso estuviesen mirando el fuego fatuo de la tumba del soldado desconocido.

En este caso es algo muy parecido. Pero que nos toca más de cerca. Nos toca lo sensible y lo inmanente de nuestra alma piadosa y que se estremece a veces sin saber por qué. Allí, en efecto, fueron a parar los restos de gauchos jocundos, valientes y analfabetos que solamente sabían colocarse una vincha en la cabeza y agarrar el facón o una improvisada lanza hecha con una hoja de tijera de tuzar que usaban en tiempos de paz para esquilar las ovejas.

En 1897, aún no se habían acallado los tristes rumores de la “revolución de las lanzas” de 1872. Para nada habían desaparecido los motivos por lo que los “blancos” creyeran que se debía volver a la revolución, a pesar de lo que significaba en la disolución de las familias y en el recrudecimiento de los odios de las banderías políticas demasiado enquistadas en la gente.

Es el preciso momento en que todo justificó aquellas recordadas palabras de Aparicio Saravia: “Prefiero dejar a mis hijos pobres pero con patria y no ricos y sin ella, cuando en el Directorio del Partido Nacional se dijo que no había plata para levantar otra vez las armas contra el gobierno.

No obstante ser conscientes de una desorganización interna y apenas mil gauchos envalentonados por la clarinada de la voz de Saravia, en noviembre de 1896 comenzó efectivamente el encuentro de las armas a causa del desencuentro político, gestando la revolución en tierras brasileñas para ingresar al territorio nacional a principios de marzo de 1897. No habían transcurrido ni dieciocho días de ese mes de marzo, cuando dos batallones de Cazadores, del ejército gubernista fueron por lo que creyeron sería una fácil victoria y resultaron sorprendidos y vencidos por el grupo nacionalista. Fue una lucha larga, tediosa, lastimosa y encarnizada al final de la que ninguno podría haber dicho “ganamos!!!” porque centenares de cuerpos quedaron sembrando los campos del arroyo Tres Arboles cuando aún ni siquiera habían llegado las primeras heladas del invierno.

Dos días. Cuarenta y ocho horas después, las tropas de Aparicio enfrentaron a las de Justino Muniz lo que todo el mundo recuerda, no por el resultado de la refriega, sino por la temeraria carga, desesperada y valiente, donde la bala de un francotirador abatió a Chiquito Saravia.

Fray Bentos (aún nombrada Villa Independencia por muchos) y su población se había preparado para los resultados de la batalla, que se esperaba iba a ser cercana al poblado. Las mujeres habían fundado una sección de la Cruz Roja Uruguaya; los masones habían abierto las puertas de su templo sobre calle 18 de Julio para alojar a los presuntos heridos y el Establecimiento Liebig amplió el hospital con más camas, también para la contingencia.

No se habían acallaldo ni los rumores ni los lamentos de las familias que habían perdido sus hijos en aquellas colinas. Estaban ya regresando los que siempre estaban con un pie en un bote para irse a Gualeguaychú apenas notaran que se venía otra guerra. Y la solidaridad de los corazones confundidos en un pensamiento sin divisas, se convocaron para ir a la planicie de Tres Arboles, a juntar los huesos que, desparramados en el campo, gritaban su reclamo de ser enterrados decorosamente, pagando, aunque fuera con el recuerdo, el reconocimiento ciudadano.

Y es así que un mustio cuadrado recubierto de césped de tres por tres, cubre en el cementerio de Fray Bentos la ignominia de la pelea de hermanos separados por una bandería y la desidia con que el tiempo envolvió, como un manto piadoso, a decenas de soldados desconocidos.

Si acaso no las volara una brisa, allí las medallas en el pecho de los valientes son solamente…. unas hojas muertas.





sábado, 18 de abril de 2020

Un paseo por el cementerio.

Yo no me podía contener y pretendía ser disimulado cuando miraba como despreocupado en los alrededores para notar si había alguien que pudiera verme. Estaba en el cementerio. De manera que no creo que tuviese muchos ojos que se depositaran con incredulidad y menos con interés sobre mi persona, parado frente a la tumba de los Haedo.
Ayudando a mi subrepticia mirada inquisitiva, la tapa de una de las pequeñas urnas se mostraba levemente corrida, aunque nada podía divisarse dentro. Pero los nervios que me corroían por dentro hasta parecía ordenaban a mis músculos a estirar el brazo y hacer de mis dedos casi crispados, el profanador que solicitaba ese recipiente cuyo nombre en la tapa estaba tan invadido por el moho y el musgo, que no dejaba siquiera adivinar el nombre de su inquilino. Sólo una de las dos fechas, la de muerte, podía adivinarse: 1867.
La inquietud mía tenía ya muchos años en mi sentir y preocupaciones. Cuando acompañaba al cementerio en sus habituales y sabatinas recorridas por las tumbas y panteones de cada uno de sus amigos y familiares, la abuela recitaba para ella misma, dichos, diretes, saberes, recuerdos, imprudentes citas, misteriosas anécdotas, sutiles y a veces atrevidos epítetos hacia alguno de esos muertos que tengo la seguridad que se estaba desquitando en vida por no haberse atrevido a decírselo frente a frente.
Tantos y tan entusiastas paseos, me hicieron tomarlos como indispensables y cuando la anciana abría la puerta con olor a viejo de su armario y retiraba la mantilla negra con que también concurría a escuchar misa, yo sabía, intuía y gozaba porque estábamos a punto de irnos caminando media cuadra para tomar el destartalado ómnibus de los obreros del ANGLO y emprender el circuito semanal por donde crecen los cipreses. Era una experiencia como la que también veo a menudo cuando el perro menea la cola y salta entusiasta cuando alguien, sin decir palabra, se acerca al zaguán y toma el collar para llevarlo a su paseo matutino.
Sin quizás, muchas preguntas me quedaron sin respuesta, alimentando misterios, mientras la abuela me preguntaba: ¿Te acordás m´hijo de las niñas de Sarlangue? Y yo le respondía: “Abuela, mire que me está hablando de por lo menos 1910!”. Y ella continuaba su cansino paseo sin escucharme. “Pero eran divinas… las niñas de Sarlangue…”
El más misterioso de mis misterios era, precisamente, las pequeñas urnas depositadas sobre las tumbas. Y también las puertas de hierro apenas entornadas que negaban inspeccionar en aquellas profundidades de donde salía un vaho espeso, húmedo y acaso lúgubre. Cuando alguna de las preguntas infantiles apuntaba a estos misteriosos elementos, la respuesta era suplida por alguna anécdota que intentaba sacarme de mi atrevida inquisición. No pronto, pero años más tarde, comprendí que “de esas cosas a los niños no se les habla”. Eran épocas en que tanto como a los gurises los traía la cigüeña, a los niños que se morían chiquitos, le crecían alas y se convertían en ángeles… o nos hacían mirar el cielo de noche, porque una de esas estrellas era desde donde nos observaban a ver si nos portábamos bien.
No necesariamente porque me hubiese encontrado con alguno de esos adultos que aún conservaban su alma de niño y por tanto encontrar respuestas más o menos complacientes, sino porque la historia, la investigación histórica y la persecución de realidades del pasado tan pasado que ya todos estaban muertos, me llevó a meterme en ese apasionante mundo del silencio donde el viento hace crecer rumores raros entre las ramas de los pinos y hasta los “uuu...uuu” de las palomas nos meten cierto resquemor que nos eriza la piel.
Aprendí historia de las verdaderas historias de esa gente cuyos nombres permanecen, algunos borrosos e ilegibles, en las lápidas pétreas que pretendieron en alguna época decirle al mundo y al propio muerto que jamás lo olvidarían… Precisamente ese fue uno de los descubrimientos más realistas: pronto comprendí que el duelo pasa y los recuerdos quedan sólo dentro de los corazones y algunos se marchitan como las flores reales cuyo destino es el mismo en casi todos los nichos y panteones. Hasta que hoy día, porque no se puede colocar jarrones con agua por el tema del dengue, las flores chinas, eternas en su plástico que no empalidece, le han dado “otra esencia” al camposanto.
No sé por cuánto tiempo. Pero no dudo que fueron pocos segundos en que todos estos recuerdos y sensaciones me invadieron y me atosigaron, mientras me aseguraba que nadie humano viviente me vería profanar aquel recipiente casi destapado.
Debería haber sido más inteligente y menos ambicioso en el resultado de este atrevimiento. Dentro de la urna, sólo algunos huesos y ni siquiera una calavera sonriente de dientes desgastados, era lo único que había quedado después de un centenar de años maléficos que pasaron impolutos, convirtiendo en realidad aquello de que “del polvo nacemos y volvemos a ser polvo”…
Mientras levantaba la vista, hice crecer la estatura real de aquel promontorio de mármol sucio y ennegrecido por el moho. Con letras grandes y sobresaliendo, el nombre de la familia de tanto abolengo siguió disimulado en ese concierto de nada, de silencios y rumores de hojas revoloteando. Deteniéndome, vi pasar los nombres y las fechas donde la historia que ayudaba a meter relatos y otras historias entre sus intersticios y no pude hacer otra cosa que dejar escapar una expiración propia, con sonido que estremecía mis pulmones.
Así, simplemente en eso, es donde van a parar los sueños, las vicisitudes, los esfuerzos, las trampas, los desconsuelos, las caricias, los quejidos, la avaricia, el amor, la insanía, el cansancio de nacer y el cansancio de morir. En fin… el hombre todo. Me imagino cuán valioso sería para cada uno de nosotros, cuán motivador y cuán enriquecedor, sería seguir con paso tranquilo, con mente abierta y acompañado por la quietud y aparente soledad, un paseo por el cementerio…
Me acordé entonces de uno de los genios de nuestra literatura universal, cuando le escribía a otro personaje famoso como él, reclamando dejar pasar los enfrentamientos y críticas mutuas: “Cuando sobre nuestras tumbas haya solamente pasto y sobre él caguen los perros y nuestros nombres hayan sido olvidados, ya no será tiempo para pensar por qué cuando vivimos sólo buscamos enfrentarnos, discutir y pavonearnos, sin ver el presente que se nos escapa...”

lunes, 30 de enero de 2017

El puente Keller




" EL PUENTE KELLER "
Cuento de René Boretto Ovalle


Ayer abrieron otra vez el puente del señor ingeniero Keller. Del otro lado estaba toda la gente de Independencia, esperando ese momento. Nosotros también buscábamos desesperados las caras de los familiares y conocidos, como si hubiesen pasado años de no habernos visto.
No era para menos. Había terminado el acuartelamiento. Se me antojó que las sombras de la peste se retiraban con los nubarrones grises que empujaba el viento frío del sur.
Primero esperaron al Jefe Político y al Doctor de la Policía y después los milicos de azul tiraron abajo la valla que había clausurado el puente durante dos meses.
Todo fue confusión. Del lado del saladero y del lado del poblado, cantidad de hombres y mujeres se atropellaron, abrazándose unos a otros. Algunos lloraban. Otros, quedaron solos, estáticos, mirando si acaso aparecían como mágicamente quienes la peste había dejado de por siempre en el camposanto improvisado del establecimiento. Acaso podían haber escuchado mal, o los rezos y las plegarias surtieran efecto e hicieran que la cruda realidad de los familiares desaparecidos se convirtiera en un mal sueño.
No fueron lindos los días que la peste nos hizo pasar.
Una mañana, entre la neblina espesa que no se quería levantar, a eso de las diez, los patios y corredores de la fábrica comenzaron a llenarse de murmullos. La noticia corrió de boca en boca.
- ¡Nos agarró la peste! Han caído como veinte ya...
En efecto, como si la niebla de junio hubiera estado infectada, en cada lugar del saladero, la gente comenzó a sentirse mal y algunos, sin tiempo de reaccionar, se caían redonditos al suelo, arrollados y tiritando, volando de fiebre y vomitando baba espesa que asustaba al más corajudo verlos.
El doctor no daba abasto con tantos llamados y tuvo que hacer vaciar el shop de la carpintería para acomodar en el suelo, sobre mantas, a los enfermos que aparecían minuto a minuto.
Ni siquiera dio tiempo como para que se los pudiese trasladar al hospital del saladero, a unas cuatro cuadras de la fábrica vieja.
Los hombres y mujeres caían fulminados como si un marronazo invisible los dejara sin resuello, tal cual las infelices vacas en el matadero.
Mucha gente reaccionó y trató de escaparse hacia el pueblo, pero al llegar al Puente Keller ya la policía lo había cerrado, aislando el barrio. Los policías de a caballo recorrían constantemente la costa del arroyo para evitar el trasiego humano y la contaminación.
Al día siguiente, el panorama fue desolador. Para algunos se revivieron los momentos de la fiebre amarilla de Montevideo.
Los caídos del día anterior, pasaron a mejor vida. Entre estertores de fiebre, delirios y quejidos que inundaron todos los ambientes.
El trabajo se paralizó. Cesó el ruido constante de las poleas acarreando las reses desolladas, desapareció el humo de las chimeneas y solamente el mugido de centenares de vacas llenaba el aire.
El gerente principal, los ingenieros alemanes y el médico del hospital, hicieron un comité de emergencia. Congregaron a los obreros en los patios y nos distribuyeron tareas.
Tantas cosas se ordenaban, tantas y tan desordenadas, que para desesperación de todos, daban la impresión de estar disparando escopetazos a un fantasma invisible que aleteaba sobre el cielo del saladero, como lo hacen los caranchos mirando hacia abajo para caer con vuelo de picada sobre un rat¢n.
Se aceleraron los procesos de matanza. Los novillos, en los mismos corrales, fueron degollados y amontonados, quemándolos en grandes piras que despedían un asqueroso olor a pelo chamuscado.
Los carpinteros y los toneleros, se encargaron de un trabajo de su oficio, pero muy ingrato, por cierto. Comenzaron a construir cajones de madera para poder enterrar a los difuntos que la fiebre llevaba.
A los tripulantes de las goletas surtas en el puerto, los obligaron a desembarcar y a las embarcaciones que se acercaban para operar, les avisaban a gritos que se mantuvieran alejados. Una bandera amarilla flameaba en lo alto de un mástil, en la punta del puerto de madera.
Los días pasaron nefastos. Desde Independencia se avisó que allí no se había registrado ningún caso, lo que justificó aún más la vigilancia para separar el foco de infección. Pero como dos mil almas del otro lado del arroyo se preocupaban. Cada tarde, como a las seis, cuando el sol se ocultaba allá, detrás del muelle del saladero, decenas de personas se congregaban y mediante gritos se pasaban las informaciones.
- Anoche murió Peláez, el marido de ña'Florencia. También el Perico. El que vivía al lau'e la panadería de los Picasso...
Algunos quedaban esperando. Otros, cabizbajos, marchaban de vuelta a casa, impotentes, a llorar sus pérdidas.
Los carpinteros resultaron insuficientes. Primero porque eran muchos más los cajones que tenían que hacer y además, porque a ellos también les tocaba la vuelta de la guadaña...
- Parece mentira - decía un gallego que era especialista en las terminaciones - De hacer crucifijos tallados para las tapas ahora tengo que clavar maderas para unos cajones atorrantes.
Inclusive, llegó el momento en que ya no se hicieron cajones. Nos pusieron a cavar unas fosas largas y profundas, del lado del basurero y allí traían en carretillas a los pobres infelices muertos, que enterrábamos entre capa y capa de cal viva. No me olvidaré jamás del zopapo que me dio el herr Noiman porque me puse a vomitar ante aquella horrible carga de gente.
- Y... ¡carajo ! ¡Naides me créiba ! Si la vieja ña'Torcuata, la que nos hacía las tortas fritas, ¡entuavía respiraba cuando la tiraron a la cuneta! ¡Por Dios que lo juro! ¡Por Dios !...
Encalaban todas las habitaciones. Hervían el agua del río en grandes tachos y nadie podía beber si no era de allí. Y las chimeneas del hospital viejo dejaban escapar un humo blanco de la quema de alcohol para purificar los aires.
- Por eso le digo, mi amigo, que dos meses fueron largos como una vida. ¡Qué lo parió que se ven cosas! ¡Y hasta uno apriende a conocerse como persona !
- Nunca vaya usté a decir qu´es bueno sin antes pasar por una cosa d'estas, ¿sabe? En rialidad somos unos hijos de puta, sin sentimientos. Si hasta nos mirábamos con recelo, como si juéramos bichos piojosos... y le dábamos la espalda a los cortejos. Todos queríamos escapar de todos y ni pa'rezar nos juntábamos de a dos !
La reunión no dio para más. De a dos, algunos. En grupos más grandes, otros. Acompañándose en dolor, todos se fueron calle arriba.

 Y el puente Keller se quedó solo, con el arroyo haciéndole cosquillas con su corriente fría de agosto...


Nota: El "puente Keller" no es otro que el puente sobre el arroyo Laureles que nos une al barrio del frigorífico. Se construyo en 1866 y justamente cuando cumplía 100 años, en el gobierno de don Luis Alzaibar, se cambio por una nueva estructura que es la que hoy existe.

El episodio de la peste fue verdad, en 1868.

sábado, 6 de febrero de 2016

Un Borges que se acercó a Fray Bentos...


Borges es un metafísico andante. Un caballero perdido en las locuras del espacio y del tiempo; no importa qué o cual tiempo. Porque para Borges metafísico, pensar en el tiempo era imaginar el meollo incomprensible de un punto que puede contener todo, sin ser nada.
Así se comporta en sus relatos; en la mayoría de ellos por cuando no todos los he leído. Juega con el concepto mundano, humano y personalizado que el hombre le da al tiempo… Y pretende esconder en los vericuetos de sus escritos, la verdad inmanente de que el tiempo es una mentira; es un invento para poder comprender que la misma cosa que fue ayer, puede seguir siéndolo ahora y quizá mañana.


A Borges no le interesaba para nada el concepto de fecha como la que encierra determinado momento para fijar una situación o un acontecimiento. Es como si su filosofía hubiese sido agnóstica desde el punto de vista de la cronología. Y trata de hacernos entender esta verdad metafísica haciéndonos regresar a releer párrafos donde, precisamente, las fechas nos causan desconcierto y nos hacen perder el hilo de la comprensión humana apegada, acostumbrada y sometida al anacronismo de las cronologías.


Y precisamente, para que entendamos, de ser ello posible, que alguien nos miente literariamente en todo momento y nos lleva hacia situaciones similares para hacernos creer que el tiempo es una rueda real, tan exactamente circular que tozudamente nos presenta las mismas cosas después de pasado un lapso. Y nos hace repetir las consabidas frases de “la vida es una rueda… lo que pasó ayer se repetirá”... hasta hacernos meter en el hueco intangible, irreal de la metafísica para hacernos decir también: “lo que es arriba es abajo y lo que es abajo es arriba”. Al decir del escritor Mario Noya en una breve nota: "Borges hace alardes de erudición y pergeña sus celebérrimos textos trampa: comentarios exhaustivos, por ejemplo, de libros que no existen o relatos que juntan y revuelven lo real con lo ficticio.".

¿Es acaso posible asegurar que Jorge Luis Borges estuvo en Fray Bentos? ¿Podemos destripar su prosa para encontrar rastros? ¿Son acaso las alusiones al cronométrico Funes y la vaguedad de unos mosaicos de un piso de una casa perdidos en el recuerdo justificaciones suficientes? En el caso de Borges, me imagino que es imposible.
Juega con su interpretación de la metafísica y el tiempo, precisamente, es su gran ayuda para que las remembranzas, los pasajes nunca olvidados de sus lecturas de los enormes libracos de la biblioteca de su padre, hagan sobrevuelos mágicos de golondrinas creativas a la hora de escribir sus relatos y cuentos.

Así como el punto microcósmico puede contener el universo, así el último punto de su frase creativa puede obligar a un universo de recuerdos quedar inmersos en un pequeñísimo, inescrutable e insignificante lugar de la tierra donde se le antojara situar a sus personajes… punto que quizá no exista.

Pero el caso de Fray Bentos sí es un punto geográfico real. Y un sitio que, sin lugar a dudas, formó parte de su niñez. Antes que nada, gracias a una carta que escribe Borges a su amigo Enrique Estrázulas, sabemos de su origen “fraybentino” en un lugar muy concreto como era “la quinta de Los Laureles”, una verdadera mansión propiedad de la Compañía Liebig´s situada a poco menos de dos kilómetros del establecimiento, donde vivieran los familiares directos de su madre. Este preciso lugar era una preciosa mansión cercana al predio industrial de ese ejemplo mundial de la perplejidad cuando nos referimos a la gran cantidad de alimentos que se prepararon allí para alimentar a la Europa en conflictos. Allí vivió el que fuera presidente de Uruguay, don José Batlle y Ordóñez cuando cumplió sus funciones de Jefe Político de Rio Negro entre 1890 y 1895.
Borges, por parte de madre, tuvo una relación muy cercana a la República Oriental y más concretamente al Departamento de Río Negro. Su mamá era hija de Isidoro Acevedo Laprida casado con Jacinta Martínez de Haedo Soler.

RASTREANDO AL BORGES DE FRAY BENTOS. 

 Para ello transitemos por dos de sus obras donde nos menciona. En el caso de “Funes el memorioso” es un ejemplo de la imposibilidad de la mente humana de subsistir sin darse un baño de olvido diariamente. La rebeldía de un cerebro trabajador, incansable, productor de sueños, elucubrador de imágenes del futuro y ayudante en la planificación de la vida del hombre, lleva a esa máquina maravillosa a absorber absolutamente todo lo que los sentidos nos traen, aunque con la nata inteligencia de ir olvidando cosas. Es como si cada persona tuviese un mandato especial que le aplica filtros a los acontecimientos, a los nombres y a las situaciones. Pero tanto como habemos quienes olvidamos hasta las fechas de aniversarios o sucesos otros son alabados por lo que se llama memoria prodigiosa, atesoranolos a través de los años.
Tal cual, los recuerdos, conocimientos y vivencias se quedan viviendo en quién sabe cuáles recovecos y pliegues de nuestro cerebro, detrás o debajo de un manto que llamamos olvido. Pronto, y cuanto más ancianos seamos mejor lo comprobaremos, notamos que nada de eso se ha perdido. Todo surge como las golondrinas que aparentemente solitarias inician de nuevo otro día, sin necesidad de recordar levantar vuelo todas juntas como cuando bajaron para dormitar.

Algunos autores reconocen que “Funes, el memorioso" es un verdadero homenaje de Borges a un gran amigo y considerado por él mismo como su mentor, don Alfonso Reyes, poeta, ensayista, narrador y pensador mejicano de quien Borges reconociera en una oportunidad que : “… la memoria de Reyes era virtualmente infinita y le permitía el descubrimiento de secretas y remotas afinidades, como si todo lo escuchado o leído estuviera presente, en una suerte de mágica eternidad. Esto se advertía, asimismo, en el diálogo."

Quizás aquí reside el origen del cuento, según responde al periodista Raul Burzaco en junio de 1985 en el último reportaje televisivo a Jorge Luis Borges, realizado en los estudios de ATC. Borges recordó que el cuento lo escribió en una desesperada noche de insomnio, de las que padecía con harta frecuenia. Su situación personal le hizo recapacitar sobre la desesperación de no poder olvidarse de su cuerpo, de la habitación del hotel, ni de las campanadas de la iglesia cercana para poder dormirse. Así, pensó: "Qué terrible sería el caso de un hombre que no puede olvidar... un hombre abrumado por una memoria infinita. "
Y Borges elige un punto del macrocosmos como lo es un pequeño pueblo perdido en una pampa de cielo y verde, para hacer vivir allí a su “cronométrico” personaje: Irineo Funes.
Pero dejemos asentado algo: nos confunde desde el principio. El genio nos cuenta: “Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared…”

¿ES ESTE EL FRAY BENTOS DE BORGES ?

Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, había nacido en Buenos aires el 24 de agosto de 1899. De manera que sólo en su fértil imaginación y para hacer una contraposición con la exactitud cronométrica de Funes, él mismo se puso como personaje en un momento para nada exacto de su propia cronología: se colocó en el escenario de Fray Bentos cinco años antes de su gestación. Aunque debemos disculpar su impericia estudiada y para nada mal intencionada: realmente Borges había sido gestado por sus padres en Fray Bentos, en el mismo lugar donde viviera la imaginaria madre de Irineo Funes.

(Mi primo) “Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles…”

Algunos elementos, mirados desde la perspectiva de un habitante de Fray Bentos, aparecen tales y cuales vivencias o conocimientos personales de Borges. La referencia en "Funes, el memorioso": "Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo" no es literalmente un elemento del paisaje local; ni actual ni que lo tengamos reconocido en el pasado de la ciudad. Pero sí puede ser producto de una impresión que les aseguro es grande, cuando se ha transitado por el enorme "camino de las tropas", un corte de más de un kilómetro de largo en la barranca que el saladero Liebig había marcado como una profunda cicatriz en la tosca para facilitar llevar los vacunos desde la Estancia "La Pileta" hacia los corrales. Por momentos, el corte fue tan profundo que asemeja una especie de impresionante desfiladero hecho a pico y pala, camino que usualmente se utilizaba para ingresar al saladero sin cruzar por el caserío de Fray Bentos.

LA VIDA BUCOLICA DEL FRAY BENTOS DEL 900. 

La familia de Borges debió partir en 1914 hacia Europa y recién regresaron hacia 1922 directo a Buenos Aires, cuando Jorge Luis tenía 22 años. Por tanto, si presumimos que las experiencias de las visitas con sus padres a Fray Bentos fueron anteriores, nos encontramos con un chico cuya edad infantil recibiría las vivencias con real impacto como "la aventura" de haber ido y regresado a caballo hasta la estancia San Francisco, propiedad de los parientes Haedo.
Como parte de su relato, Borges dice haber visitado Fray Bentos en dos oportunidades, aunque quedamos con la sana duda si acaso ello haya sido otro subterfugio literario como los años de esas visitas.

Deducimos, pues, que Borges fue traido por sus padres a Fray Bentos antes de cumplir sus 14 años. No podemos alejarnos de una escena familiar propia del Borges párvulo con su abuela inglesa Fanny Haslam, contándole las cosas impactantes de donde sus propios padres le habían engendrado: las historias que parecerían mentiras y elucubraciones basadas en lejanas leyendas propias del reducto británico de fama mundial en que se había convertido ya para la primera década del 900 el establecimiento Liebig´s de Fray Bentos. Solamente abrir los enormes e impresionantes libracos de The Illustrated London News o The Cornhill Magazine era suficiente como para hacer volar la imaginación por una tierra -que parecía tan lejana pero que en realidad estaba muy cerca- donde miles de vacunos se convertían en un santiamén en caldos para sopas que alimentaban soldados o que servían de maravilla para que un ama de casa ataviada no precisamente para el ámbito culinario, se convirtiese en una experta cocinera con sólo diluir una mágica tableta "elaborada con las mejores carnes de las pampas sudamericanas" al decir y escribir de Julio Verne en su novela "Au détour de la lune".

Es por ello que, aún sin haberlo pedido, debe haber sentido el joven Jorge Luis una agradable sensación de "meterse" en ese ámbito de un "Fray Bentos" que debería haber estado, previo al viaje,embebido de historias y relatos que le impresionaron.
Si con apenas seis años demostró su vocación escribiendo una fábula sobre la base de algunos párrafos de El Quijote de la Mancha que le resultaran convocantes, parece creíble que sus experiencias de viaje hubiesen sido usadas para introducir en la "melange" en que convertía cada una de sus creaciones literarias. Y en Fray Bentos, vaya si había estos impactos cuya introducción aunque fuese velada, no hemos podido descubrir en otros ejemplos que no fuesen "Funes, el memorioso" y "El Aleph". No hallamos otras referencias, ni siquiera indirectas, a un paisaje como el de la fábrica de Fray Bentos en las obras de Borges pero no dudamos que sus visitas a Fray Bentos en su niñez y pubertad fueron reales.

Si acaso la referencia que coloca pasajeramente en "El Aleph": "vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, " quizá pudiésemos opinar que como este relato es de 1949, la referencia nos llevaría al autor visitando la ciudad de Fray Bentos hacia 1919, pero como en esa época ya estaba en Europa, debemos retrotraerlo antes de 1914. (Si acaso, valga la salvedad, que en este caso Borges no estuviese también "jugando" con el tiempo!).
No sería difícil conjeturar sobre cómo estas cortas visitas a Fray Bentos habrían motivado a Borges, porque éste era un ambiente tremendamente distinto al de cualquier ciudad o ambiente citadino. Un referente para la industria regional, como lo era el establecimiento de la Liebig´s Company, seguramente tenía un formato rural, aunque cercano a donde había un movimiento inusual. No precisamente era una estancia del interior; tranquila y sin ruidos; miles de vacunos eran traidos desde los campos del interior, azuzados por los troperos que al final de su tarea dejaban las tropas en los bretes prontas para un breve descanso antes de ser llevadas al matadero.

Muy difícil sería sustraerse, no obstante la Quinta de Los Laureles estaba a unos dos kilómetros de distancia, de los gritos de los peones, de los mugidos de tantos animales y del estremecer de la tierra que temblaba por acción de las pezuñas levantando espesas neblinas de polvo amarilento.

Pensamos que quizá hasta haya tenido Borges la oportunidad de participar de la tradicional "romería" que la Sociedad Cosmopolita de Socorros Mutuos organizaba durante tres días y dos noches en verano, con permiso expreso de doña Flora C. de Young para usar el terreno exactamente contiguo a la Quinta. Sus padres vacacionaban en los meses de verano y precisamente en diciembre las barrancas contra el río Uruguay se poblaban de colores y una muchedumbre heterogénea se agolpaba para disfrutar de la fiesta.

Sin duda que habrá mucho para conjeturar. El propio Borges nos anima desde el misterio de sus párrafos, donde parecen escondidos recuerdos y remembranzas de un niño de enorme fertilidad en su creatividad literaria y que si en sus sueños habría dejado pasar por alto las imágenes de este pequeño pueblo uruguayo donde sus genes se compaginaron durante la luna de miel de sus progenitores...

Cuando se casaron sus progenitores, Jorge Guillermo Borges, su padre, llevó a su esposa Leonor Rita Acevedo y Suárez a Fray Bentos, ya que en la "Quinta de Los Laureles" residían familiares de la familia Haedo. Allí, en abril de 1898, aún en meloso período de luna de miel, ambos engendraron su primer vástago.

De allí y por la rama de su bisabuela, Borges forma parte del árbol genealógico iniciado en América por Francisco Javier Martínez de Haedo, casado con Micaela Bayo Baccaro, el primer gran terrateniente del actual territorio uruguayo cuando hacia 1750 utilizó un dinero que le debía la Corona para adquirir tierras de una extensión tal que abarcaban el territorio donde actualmente están los departamentos de Paysandú y Río Negro.
Es como cuando, perplejos, vemos cómo unas pocas golondrinas pronto son muchas y tantas que tapan el cielo y se agolpan en una vorágine circular que las asemeja a un torbellino de agua yéndose por el aguajero negro de un vertedero. Todas las vivencias y lo que ellas nos resucitan, terminan siendo precisamente esa nube oscura de plumas que se amontonan en pocos árboles cuando llega la noche… para al alba siguiente insertarse de nuevo en el firmamento diáfano. 

No es casualidad. Es una causalidad. Un ejemplo tan realista como lo es el problema de la memoria, merecía un espacio real y Borges no escatima algunos detalles de una ciudad real como lo era Fray Bentos para dar el ámbito específico para su relato. Nombre de ciudad que aunque no la hubiese visitado jamás, sus padres la tendrían como un hermoso recuerdo, porque en ella lo habían engendrado a él... 

La pequeña población de Fray Bentos también estaba cercana. No necesariamente "a la vuelta de la quinta de Los Laureles" como Borges le fija el domicilio la madre de Irineo, su famoso personaje del cronométrico Funes.











viernes, 5 de febrero de 2016

Me pasó en la terminal...



ME PASO EN LA TERMINAL



La terminal estaba atestada. La gente iba y venía, desorganizada, como si hubiesen sido hormigas cuando, para entretenernos, cuando niños, rompíamos los enormes túmulos que los laboriosos insectos habían construido pacientemente.
Cuando me incorporé, el celular cayó al piso y se activó una llamada.  Me sentí culpable por que la persona estaba prácticamente gritando: “Alo… alóoo” sin que nadie le respondiese. Así que contesté.
Había comprado el voluminoso pack del Diario El País de los Domingos, como manera de hallar en él la salvación para trasponer el tiempo hasta la hora de salida del ómnibus que me llevaría de regreso. Entre eso y del maletín, más el paraguas algo húmedo aún por la tímida lluvia con que se había despedido la anunciada tormenta de “Alerta naranja”, tenía suficiente como para sentirme incómodo por tantos bultos.
-         Hola!!!… respondí medio perdido porque ni sabía a quién le había llegado la llamada.
-         Hola hermano!… cuánto tiempo ha pasado! ¿A qué se debe tanta sorpresa? – me respondió alguien del otro lado del celular-.
-         Estoy en la ciudad. Le dije, en medio de esos segundos indecisos donde uno trata de revisar en la memoria. Es la voz de quién?
-         ¡Todavía tengo vivos aquellos días de las excavaciones arqueológicas en el Río Negro! ¡ Qué tiempos aquellos… te acordás? Fue una gran ayuda. Se me presentó mágicamente la cara imberbe del Flaco Jorge, cuyo timbre de voz no había cambiado para nada a través de más de treinta años.
-         ¿Cómo podemos hacer para vernos? Era un reclamo desesperado del amigo deseoso de novedades. “Estoy en la terminal” le dije.
-         Estoy a pocas cuadras de ahí!... Esperáme en la entrada principal que nos vemos en unos minutos.
Salí a la calle por el gran portal. El sol ya alumbraba fuerte, levantando espesa humedad del cemento. A pesar que con los años se me había despintado la fisonomía del “flaco Jorge”, confiaba en poder reconocerlo cuando se acercara.
Fue entonces cuando levanté la vista y un hombre flaco y alto, de pie a pocos metros, me observó y reaccionó de inmediato, dando grandes zancadas hacia mí, mientras abría los brazos.
            ¿Cómo estás… tanto tiempo!, me dijo, mientras yo lo miraba receloso, tratando de adivinar qué había hecho el tiempo en ese cuerpo, ya de un hombre maduro, como yo. No obstante, sobrepuse la imagen que estaba viendo sobre aquella que guardaba en mi mente de joven, cuando integrábamos juntos el entusiasma grupo de ”arqueólogos” aficionados que paciente y entusiastamente tratábamos de aprender de los técnicos brasileños que nos visitaban.
-         Vos sabés que yo me retiré…Soy jubilado ahora -le dije-… Pero no pierdo la costumbre de perderme de vez en cuando en eso apasionante de los estudios arqueológicos… Precisamente, hace poco estuvimos como el “Gordo” Pachuco -¿te acordás del Gordo?- Me dijo que ya es Licenciado. ¿Te imaginás vos al Gordo Pachuco de Licenciado?. Increíble che... En nuestra zona se siguen encontrando cosas. Bueno, sabrás vos que también te recibiste que Río Negro es una de las principales zonas de la paleontología nacional….. En la chacra de un amigo hallaron los restos de una ballena. Y sabés qué? Hace más de veinte años yo había desenterrado una vértebra y una gran costilla justito en el mismo lugar… Será del mismo bicho, me imagino. Y  no solamente eso… como son terrenos del cuaternario, en la Escuelita Rural de Las Margaritas, aún aparecen en los blanqueales huesos de megaterios, caparazones de gliptodonte, uñas de glossoterium… Bueno , para qué te voy a contar…. Si es tu tema.
El flaco Jorge asentía con la cabeza y me miraba con ojos desorbitados que yo interpreté como de ansias por que le continuara contando.
-         Continué mi entusiasta perorata. La gente de la Facu estuvo el año pasado… Y en el mismo lugar donde nosotros hicimos el  cateo -¿te acordás? ¡Qué tiempos aquellos!-  No vas a creer lo que te digo!... En el mismo lugar, pero como cuatro metros para abajo, encontraron restos de gliptodonte con una punta de flecha clavada en el hueso!... Impresionante! Dicen que cuando lo estudien bien, eso cambiará la historia de la paleontología regional… Y también la historia del poblamiento americano!  … Bueno, no es para menos… que los aborígenes que nosotros creíamos que vivían de la caza y de la pesca se entretuvieran cazando gliptodontes… no es para menos… Si esto nos lo hubieran contado en aquellos tiempos, habríamos dicho que eran cuentos chinos… Como los cuentos del “Tico”… Era un monumento ese viejo…. Qué joder! Cada vez que me acuerdo de su sabiduría y de tanto que nos enseñó, me da una pena que se haya muerto!... En realidad, te acordás que siempre nos decía: “No voy a quedar para semilla, chiquilines… un día de estos…” Y se murió en su ley, nomás… caminando buscando puntas de flecha en los médanos de Cabo Polonio…
Nuevamente miré a los ojos al Flaco Jorge. ¡Cómo cambian las personas!, me decía para mí mismo. Me hubiera imaginado que como pasa en casi todos, algunos rasgos permanecerían incambiados o reconocibles a través del tiempo. Aquellos ojos vivarachos del Flaco ya no eran los mismos. En cada mirada siempre había un chiste que se armaba dentro de su cabeza… ¡Si tendremos cosas para acordarnos juntos!
El hombre miró su reloj, como distraído. Recién caí en la cuenta que los minutos habían pasado y con mi verborragia había impedido que mi interlocutor dijera una sola palabra. “¿Vamos a tomar un cafecito?”. Se me ocurrió al instante invitarlo y así permitir saber de su vida.
-         René!!!. La verdadera voz del Flaco Jorge… Ese timbre de voz agudo, chillón, retumbó a mis espaldas. Miré al Jorge que tenía enfrente y me di vuelta para ver al otro con voz del verdadero Jorge…
En efecto. Allí estaba. Venía casi corriendo hacia mí y abriendo los brazos. No me dio tiempo a nada porque, a través del lapso de casi treinta y cinco años, había vuelto mágicamente aquellos momentos en que nos confundíamos en un abrazo cada vez que nos encontrábamos.
El otro Jorge, el que no había abierto para nada su boca para contarme de la vida que yo creía que tenía hoy día como Licenciado en Antropología, bajó los ojos, como avergonzado. El también había tenido un lapsus de esos que son tan comunes cuando la vida nos despinta aquellos amigos que siempre recordamos y añoramos… Lo vi sonreir forzadamente y después me dio la espalda, metiéndose en el tráfico humano de la vereda de la Terminal.
-         ¿Y, René??? Tomamos un cafecito? Y nos metimos con el verdadero Jorge en la Terminal…