" EL
PUENTE KELLER "
Cuento de René Boretto Ovalle
Ayer
abrieron otra vez el puente del señor ingeniero Keller. Del otro lado estaba
toda la gente de Independencia, esperando ese momento. Nosotros también
buscábamos desesperados las caras de los familiares y conocidos, como si
hubiesen pasado años de no habernos visto.
No era
para menos. Había terminado el acuartelamiento. Se me antojó que las sombras de
la peste se retiraban con los nubarrones grises que empujaba el viento frío del
sur.
Primero
esperaron al Jefe Político y al Doctor de la Policía y después los milicos de
azul tiraron abajo la valla que había clausurado el puente durante dos meses.
Todo fue
confusión. Del lado del saladero y del lado del poblado, cantidad de hombres y
mujeres se atropellaron, abrazándose unos a otros. Algunos lloraban. Otros,
quedaron solos, estáticos, mirando si acaso aparecían como mágicamente
quienes la peste había dejado de por siempre en el camposanto improvisado del
establecimiento. Acaso podían haber escuchado mal, o los rezos y las plegarias
surtieran efecto e hicieran que la cruda realidad de los familiares
desaparecidos se convirtiera en un mal sueño.
No fueron
lindos los días que la peste nos hizo pasar.
Una
mañana, entre la neblina espesa que no se quería levantar, a eso de las diez,
los patios y corredores de la fábrica comenzaron a llenarse de murmullos. La
noticia corrió de boca en boca.
- ¡Nos
agarró la peste! Han caído como veinte ya...
En efecto,
como si la niebla de junio hubiera estado infectada, en cada lugar del
saladero, la gente comenzó a sentirse mal y algunos, sin tiempo de reaccionar,
se caían redonditos al suelo, arrollados y tiritando, volando de fiebre y
vomitando baba espesa que asustaba al más corajudo verlos.
El doctor
no daba abasto con tantos llamados y tuvo que hacer vaciar el shop de la
carpintería para acomodar en el suelo, sobre mantas, a los enfermos que
aparecían minuto a minuto.
Ni
siquiera dio tiempo como para que se los pudiese trasladar al hospital del
saladero, a unas cuatro cuadras de la fábrica vieja.
Los
hombres y mujeres caían fulminados como si un marronazo invisible los dejara
sin resuello, tal cual las infelices vacas en el matadero.
Mucha
gente reaccionó y trató de escaparse hacia el pueblo, pero al llegar al Puente
Keller ya la policía lo había cerrado, aislando el barrio. Los policías de a
caballo recorrían constantemente la costa del arroyo para evitar el trasiego
humano y la contaminación.
Al día
siguiente, el panorama fue desolador. Para algunos se revivieron los momentos
de la fiebre amarilla de Montevideo.
Los caídos
del día anterior, pasaron a mejor vida. Entre estertores de fiebre, delirios y
quejidos que inundaron todos los ambientes.
El trabajo
se paralizó. Cesó el ruido constante de las poleas acarreando las reses
desolladas, desapareció el humo de las chimeneas y solamente el mugido de
centenares de vacas llenaba el aire.
El gerente
principal, los ingenieros alemanes y el médico del hospital, hicieron un comité
de emergencia. Congregaron a los obreros en los patios y nos distribuyeron tareas.
Tantas
cosas se ordenaban, tantas y tan desordenadas, que para desesperación de todos,
daban la impresión de estar disparando escopetazos a un fantasma invisible que
aleteaba sobre el cielo del saladero, como lo hacen los caranchos mirando hacia
abajo para caer con vuelo de picada sobre un rat¢n.
Se
aceleraron los procesos de matanza. Los novillos, en los mismos corrales,
fueron degollados y amontonados, quemándolos en grandes piras que despedían un
asqueroso olor a pelo chamuscado.
Los
carpinteros y los toneleros, se encargaron de un trabajo de su oficio, pero muy
ingrato, por cierto. Comenzaron a construir cajones de madera para poder
enterrar a los difuntos que la fiebre llevaba.
A los
tripulantes de las goletas surtas en el puerto, los obligaron a desembarcar y a
las embarcaciones que se acercaban para operar, les avisaban a gritos que se
mantuvieran alejados. Una bandera amarilla flameaba en lo alto de un mástil, en
la punta del puerto de madera.
Los días
pasaron nefastos. Desde Independencia se avisó que allí no se había registrado
ningún caso, lo que justificó aún más la vigilancia para separar el foco de
infección. Pero como dos mil almas del otro lado del arroyo se preocupaban.
Cada tarde, como a las seis, cuando el sol se ocultaba allá, detrás del muelle
del saladero, decenas de personas se congregaban y mediante gritos se pasaban
las informaciones.
- Anoche
murió Peláez, el marido de ña'Florencia. También el Perico. El que vivía al
lau'e la panadería de los Picasso...
Algunos
quedaban esperando. Otros, cabizbajos, marchaban de vuelta a casa, impotentes,
a llorar sus pérdidas.
Los
carpinteros resultaron insuficientes. Primero porque eran muchos más los
cajones que tenían que hacer y además, porque a ellos también les tocaba la
vuelta de la guadaña...
- Parece
mentira - decía un gallego que era especialista en las terminaciones - De hacer
crucifijos tallados para las tapas ahora tengo que clavar maderas para unos
cajones atorrantes.
Inclusive,
llegó el momento en que ya no se hicieron cajones. Nos pusieron a cavar unas
fosas largas y profundas, del lado del basurero y allí traían en carretillas a
los pobres infelices muertos, que enterrábamos entre capa y capa de cal viva.
No me olvidaré jamás del zopapo que me dio el herr Noiman porque me puse a vomitar
ante aquella horrible carga de gente.
- Y... ¡carajo
! ¡Naides me créiba ! Si la vieja ña'Torcuata, la que nos hacía las tortas
fritas, ¡entuavía respiraba cuando la tiraron a la cuneta! ¡Por Dios que lo
juro! ¡Por Dios !...
Encalaban
todas las habitaciones. Hervían el agua del río en grandes tachos y nadie podía
beber si no era de allí. Y las chimeneas del hospital viejo dejaban escapar un
humo blanco de la quema de alcohol para purificar los aires.
- Por eso
le digo, mi amigo, que dos meses fueron largos como una vida. ¡Qué lo parió que
se ven cosas! ¡Y hasta uno apriende a conocerse como persona !
- Nunca
vaya usté a decir qu´es bueno sin antes pasar por una cosa d'estas, ¿sabe? En
rialidad somos unos hijos de puta, sin sentimientos. Si hasta nos mirábamos con
recelo, como si juéramos bichos piojosos... y le dábamos la espalda a los
cortejos. Todos queríamos escapar de todos y ni pa'rezar nos juntábamos de a
dos !
La reunión
no dio para más. De a dos, algunos. En grupos más grandes, otros. Acompañándose
en dolor, todos se fueron calle arriba.
Y el puente Keller se quedó solo, con el
arroyo haciéndole cosquillas con su corriente fría de agosto...
Nota: El "puente Keller" no es otro que el puente sobre el arroyo Laureles que nos une al barrio del frigorífico. Se construyo en 1866 y justamente cuando cumplía 100 años, en el gobierno de don Luis Alzaibar, se cambio por una nueva estructura que es la que hoy existe.
El episodio de la peste fue verdad, en 1868.