sábado, 18 de abril de 2020

Un paseo por el cementerio.

Yo no me podía contener y pretendía ser disimulado cuando miraba como despreocupado en los alrededores para notar si había alguien que pudiera verme. Estaba en el cementerio. De manera que no creo que tuviese muchos ojos que se depositaran con incredulidad y menos con interés sobre mi persona, parado frente a la tumba de los Haedo.
Ayudando a mi subrepticia mirada inquisitiva, la tapa de una de las pequeñas urnas se mostraba levemente corrida, aunque nada podía divisarse dentro. Pero los nervios que me corroían por dentro hasta parecía ordenaban a mis músculos a estirar el brazo y hacer de mis dedos casi crispados, el profanador que solicitaba ese recipiente cuyo nombre en la tapa estaba tan invadido por el moho y el musgo, que no dejaba siquiera adivinar el nombre de su inquilino. Sólo una de las dos fechas, la de muerte, podía adivinarse: 1867.
La inquietud mía tenía ya muchos años en mi sentir y preocupaciones. Cuando acompañaba al cementerio en sus habituales y sabatinas recorridas por las tumbas y panteones de cada uno de sus amigos y familiares, la abuela recitaba para ella misma, dichos, diretes, saberes, recuerdos, imprudentes citas, misteriosas anécdotas, sutiles y a veces atrevidos epítetos hacia alguno de esos muertos que tengo la seguridad que se estaba desquitando en vida por no haberse atrevido a decírselo frente a frente.
Tantos y tan entusiastas paseos, me hicieron tomarlos como indispensables y cuando la anciana abría la puerta con olor a viejo de su armario y retiraba la mantilla negra con que también concurría a escuchar misa, yo sabía, intuía y gozaba porque estábamos a punto de irnos caminando media cuadra para tomar el destartalado ómnibus de los obreros del ANGLO y emprender el circuito semanal por donde crecen los cipreses. Era una experiencia como la que también veo a menudo cuando el perro menea la cola y salta entusiasta cuando alguien, sin decir palabra, se acerca al zaguán y toma el collar para llevarlo a su paseo matutino.
Sin quizás, muchas preguntas me quedaron sin respuesta, alimentando misterios, mientras la abuela me preguntaba: ¿Te acordás m´hijo de las niñas de Sarlangue? Y yo le respondía: “Abuela, mire que me está hablando de por lo menos 1910!”. Y ella continuaba su cansino paseo sin escucharme. “Pero eran divinas… las niñas de Sarlangue…”
El más misterioso de mis misterios era, precisamente, las pequeñas urnas depositadas sobre las tumbas. Y también las puertas de hierro apenas entornadas que negaban inspeccionar en aquellas profundidades de donde salía un vaho espeso, húmedo y acaso lúgubre. Cuando alguna de las preguntas infantiles apuntaba a estos misteriosos elementos, la respuesta era suplida por alguna anécdota que intentaba sacarme de mi atrevida inquisición. No pronto, pero años más tarde, comprendí que “de esas cosas a los niños no se les habla”. Eran épocas en que tanto como a los gurises los traía la cigüeña, a los niños que se morían chiquitos, le crecían alas y se convertían en ángeles… o nos hacían mirar el cielo de noche, porque una de esas estrellas era desde donde nos observaban a ver si nos portábamos bien.
No necesariamente porque me hubiese encontrado con alguno de esos adultos que aún conservaban su alma de niño y por tanto encontrar respuestas más o menos complacientes, sino porque la historia, la investigación histórica y la persecución de realidades del pasado tan pasado que ya todos estaban muertos, me llevó a meterme en ese apasionante mundo del silencio donde el viento hace crecer rumores raros entre las ramas de los pinos y hasta los “uuu...uuu” de las palomas nos meten cierto resquemor que nos eriza la piel.
Aprendí historia de las verdaderas historias de esa gente cuyos nombres permanecen, algunos borrosos e ilegibles, en las lápidas pétreas que pretendieron en alguna época decirle al mundo y al propio muerto que jamás lo olvidarían… Precisamente ese fue uno de los descubrimientos más realistas: pronto comprendí que el duelo pasa y los recuerdos quedan sólo dentro de los corazones y algunos se marchitan como las flores reales cuyo destino es el mismo en casi todos los nichos y panteones. Hasta que hoy día, porque no se puede colocar jarrones con agua por el tema del dengue, las flores chinas, eternas en su plástico que no empalidece, le han dado “otra esencia” al camposanto.
No sé por cuánto tiempo. Pero no dudo que fueron pocos segundos en que todos estos recuerdos y sensaciones me invadieron y me atosigaron, mientras me aseguraba que nadie humano viviente me vería profanar aquel recipiente casi destapado.
Debería haber sido más inteligente y menos ambicioso en el resultado de este atrevimiento. Dentro de la urna, sólo algunos huesos y ni siquiera una calavera sonriente de dientes desgastados, era lo único que había quedado después de un centenar de años maléficos que pasaron impolutos, convirtiendo en realidad aquello de que “del polvo nacemos y volvemos a ser polvo”…
Mientras levantaba la vista, hice crecer la estatura real de aquel promontorio de mármol sucio y ennegrecido por el moho. Con letras grandes y sobresaliendo, el nombre de la familia de tanto abolengo siguió disimulado en ese concierto de nada, de silencios y rumores de hojas revoloteando. Deteniéndome, vi pasar los nombres y las fechas donde la historia que ayudaba a meter relatos y otras historias entre sus intersticios y no pude hacer otra cosa que dejar escapar una expiración propia, con sonido que estremecía mis pulmones.
Así, simplemente en eso, es donde van a parar los sueños, las vicisitudes, los esfuerzos, las trampas, los desconsuelos, las caricias, los quejidos, la avaricia, el amor, la insanía, el cansancio de nacer y el cansancio de morir. En fin… el hombre todo. Me imagino cuán valioso sería para cada uno de nosotros, cuán motivador y cuán enriquecedor, sería seguir con paso tranquilo, con mente abierta y acompañado por la quietud y aparente soledad, un paseo por el cementerio…
Me acordé entonces de uno de los genios de nuestra literatura universal, cuando le escribía a otro personaje famoso como él, reclamando dejar pasar los enfrentamientos y críticas mutuas: “Cuando sobre nuestras tumbas haya solamente pasto y sobre él caguen los perros y nuestros nombres hayan sido olvidados, ya no será tiempo para pensar por qué cuando vivimos sólo buscamos enfrentarnos, discutir y pavonearnos, sin ver el presente que se nos escapa...”