jueves, 15 de abril de 2021

 




LAS HOJAS MUERTAS.



Ya no es fácil encontrar alguien que se sienta consubstanciado con la idea de que “algún día de estos” va a ir a dar con su humanidad a cualquiera de esos rincones solitarios de un cementerio. Más bien, aparece un indisimulado escozor que recorre desde la punta de los pelos hasta las uñas de los pies por el solo hecho de pensar en eso.

Me parece que “antes” (y de eso hace mucho tiempo), esa realidad incontrastable de “irse pa´los pinos” era una verdad tan aprendida de nuestros ancestros que hasta se tomaba con cierto realismo y para nada con el miedo fingiendo indiferencia con que lo sentimos hoy día.

Un vecino que no conocí porque murió en 1901, dirigía, opinaba e interactuaba con los albañiles en el cementerio donde estaban construyendo un suntuoso templete para él, con un prísitino busto, tan blanco como lo macilento de su rostro cada día que pasaba. Después de almorzar, se colocaba un impecablemente blanco sobretodo y caminaba las treinta cuadras desde su casa hasta el cementerio, para esa tarea que cumplía con tan envidiable enjundia, con la que parecía no deseaba extrañar demasiado el cambio de vivienda que le era ya inminente.

Sin duda, que fue, en la inteligencia morbosa de este viejo vecino, el ver, con sobrada paciencia, cómo iría a lucir su tumba cuando cualquier ser aún vivo iba a poder despotricar o alabarlo sin que sus oídos ya no le escuchasen. No era aquella tumba, un dechado del arte, pero sí persistió en los dimes y diretes de la gente durante muchos años, tal cual lo hicieran hace milenios los sobrevivientes de Mausolo, el sátrapa de Halicarnaso que se endiosó a sí mismo haciendo construir un edificio tan suntuoso que cumplió con los deseos de tan vanidoso y soberbio personaje: se mantuvo hasta hoy día en el recuerdo de cada quien, cada vez que pasa frente a un “mausoleo”.

No pongo ninguna duda cuando lo escribo. Los cementerios no son la tumba de los héroes, sino, en algunos casos, la morada de sus complejos y la extensión de las virtudes que cada quien tuvo el derecho que creer que las tenía. También creo que las tumbas, por más resecas o solitarias que puedan encontrarse en la tranquilidad y el silencio de los cementerios, tienen sus cosas para contar.

En efecto; las tumbas no son mudas. Albergan historias para decir o para recordar en su cruda realidad llena de silencios. Relatos y recuerdos que se prenden como retorcidos brazos de hiedras de los monumentos recordatorios, de los simples legajos de piedra que son las lápidas, mezquinas y recatadas en la simplicidad de sus datos, o de los ya casi desaparecidos cenotafios, que rememoran a quienes ni siquiera habitan un panteón por haber muerto en la guerra o alejado de sus queridos y que, tal cual la viejísima costumbre griega, se construían siguiendo la creencia pagana por la que aquellos muertos que no hubiesen sido enterrados adecuadamente, sólo les esperaba una centuria de silencioso trajinar hasta que por fin fueran aceptados en los “campos elíseos”, el paraíso de aquellos coetáneos de Homero, Pericles, Aristóteles, Sófocles o Fidias, el dueño y señor de las artes.

¡Hay si pudiesen hablar esas piedras talladas o sus bronces renegridos! Creo que así podríamos apreciar la importancia de tanto patrimonio desparramado década tras década, algunos que otros ya tan marchitos que se confunden con los colores ocres y verdes mustios de los musgos.

Siempre, el cementerio nos recuerda a la muerte. Sus símbolos y lo que arrastra el patrimonio de nuestros antiquísimos parientes, está en cada paso que por él transitamos. No hay allí, creo, ninguna de nuestras miradas que nos derive hacia la alegría, sino que nos lleva, como un gigantesco remolino, a la pena, a la incertidumbre y a la quietud de la muerte. Algunas veces previsible y, la mayoría, no buscada ni esperada, entronizándo en nuestros espíritus el desasosiego que nunca jamás perdemos…

Los recuerdos tropiezan de vez en cuando con las tumbas de gente que casi nadie recuerda. Sólo las miramos de cerca cuando deseamos adentrarnos en aquellos años y recapacitar sobre el arte puesto de manifiesto tanto en suntuosos como en más modestos panteones. Nombres se mezclan con los epitafios o simplemente forman una melange de fechas que ya han perdido hasta su sentido cronológico. En esos breves espacios, ni siquiera ha habido tiempo ni lugar como para saber de quién se trata esas referencias a nombres de la familia que desfilaron durante décadas para ir dejando allí, después de que se pusieran mustias las últimas flores, un breve hálito de personajes perdidos en el tiempo.

Pero, como decíamos, esas tumbas respiran sus propias historias que se escapan del interior como vapores silenciosos que nos evocan tiempos idos hace mucho tiempo.

En el panteón de la familia Stirling, alguien intentó borrarle la “E” que se había antepuesto al apellido, castellanizándolo un poco. Es mucho pero en el devenir de la historia es poco aquellos años de principios del 1800. Un drama amoroso había cruzado el océano para procurar desprenderse de la incomprensión del abolengo de familias que no entendían nada de amor, sino deseaban continuar arrastrando por los siglos de los siglos los casamientos arreglados.

Por eso Catalina y Alejandro decidieron recalar en tierras brasileñas para escapar del fiero designio de perder la vida ante las amenazas de los parientes si acaso continuaban entronizando su amor por encima de lo demás. Y, por si acaso no habían comenzado su vida matrimonial llena de pesares, el destino se ensañaría con sus vástagos; David, el primer hijo, murió de fiebre amarilla; el segundo hijo, también llamado David, sufrió las consecuencias de la persecución del tirano Rosas y sus esbirros que lo golpearon casi hasta quitarle la vida por no demostrarse en la escuela a favor de la escarapela color punzó.

Alejandro, en quien la familia Stirling ponía sus esperanzas de convertirse en el heredero, también pagó con su vida por causas políticas cuando, emigrada la familia al Uruguay, se toparon con los enfrentamientos de blancos con colorados. Un grupo de los contendientes, sorprendiendo al muchacho cabalgando solitario por el campo, lo interpeló y acusándolo de ser espía, lo mataron sanguinariamente.

¿ Cómo, en breves lápidas carcomidas por la humedad del tiempo, es posible escribir los trazos de estas historias? Y si acaso alguien lo hizo, seguro fue escrito con carbón porque los años lo desdibujaron lastimosamente…

Donde más ha volado mi imaginación es frente a la que la gente llama “el osario”. Un espacio cuadrado donde algunas almas piadosas arrojan algunas flores, como si acaso estuviesen mirando el fuego fatuo de la tumba del soldado desconocido.

En este caso es algo muy parecido. Pero que nos toca más de cerca. Nos toca lo sensible y lo inmanente de nuestra alma piadosa y que se estremece a veces sin saber por qué. Allí, en efecto, fueron a parar los restos de gauchos jocundos, valientes y analfabetos que solamente sabían colocarse una vincha en la cabeza y agarrar el facón o una improvisada lanza hecha con una hoja de tijera de tuzar que usaban en tiempos de paz para esquilar las ovejas.

En 1897, aún no se habían acallado los tristes rumores de la “revolución de las lanzas” de 1872. Para nada habían desaparecido los motivos por lo que los “blancos” creyeran que se debía volver a la revolución, a pesar de lo que significaba en la disolución de las familias y en el recrudecimiento de los odios de las banderías políticas demasiado enquistadas en la gente.

Es el preciso momento en que todo justificó aquellas recordadas palabras de Aparicio Saravia: “Prefiero dejar a mis hijos pobres pero con patria y no ricos y sin ella, cuando en el Directorio del Partido Nacional se dijo que no había plata para levantar otra vez las armas contra el gobierno.

No obstante ser conscientes de una desorganización interna y apenas mil gauchos envalentonados por la clarinada de la voz de Saravia, en noviembre de 1896 comenzó efectivamente el encuentro de las armas a causa del desencuentro político, gestando la revolución en tierras brasileñas para ingresar al territorio nacional a principios de marzo de 1897. No habían transcurrido ni dieciocho días de ese mes de marzo, cuando dos batallones de Cazadores, del ejército gubernista fueron por lo que creyeron sería una fácil victoria y resultaron sorprendidos y vencidos por el grupo nacionalista. Fue una lucha larga, tediosa, lastimosa y encarnizada al final de la que ninguno podría haber dicho “ganamos!!!” porque centenares de cuerpos quedaron sembrando los campos del arroyo Tres Arboles cuando aún ni siquiera habían llegado las primeras heladas del invierno.

Dos días. Cuarenta y ocho horas después, las tropas de Aparicio enfrentaron a las de Justino Muniz lo que todo el mundo recuerda, no por el resultado de la refriega, sino por la temeraria carga, desesperada y valiente, donde la bala de un francotirador abatió a Chiquito Saravia.

Fray Bentos (aún nombrada Villa Independencia por muchos) y su población se había preparado para los resultados de la batalla, que se esperaba iba a ser cercana al poblado. Las mujeres habían fundado una sección de la Cruz Roja Uruguaya; los masones habían abierto las puertas de su templo sobre calle 18 de Julio para alojar a los presuntos heridos y el Establecimiento Liebig amplió el hospital con más camas, también para la contingencia.

No se habían acallaldo ni los rumores ni los lamentos de las familias que habían perdido sus hijos en aquellas colinas. Estaban ya regresando los que siempre estaban con un pie en un bote para irse a Gualeguaychú apenas notaran que se venía otra guerra. Y la solidaridad de los corazones confundidos en un pensamiento sin divisas, se convocaron para ir a la planicie de Tres Arboles, a juntar los huesos que, desparramados en el campo, gritaban su reclamo de ser enterrados decorosamente, pagando, aunque fuera con el recuerdo, el reconocimiento ciudadano.

Y es así que un mustio cuadrado recubierto de césped de tres por tres, cubre en el cementerio de Fray Bentos la ignominia de la pelea de hermanos separados por una bandería y la desidia con que el tiempo envolvió, como un manto piadoso, a decenas de soldados desconocidos.

Si acaso no las volara una brisa, allí las medallas en el pecho de los valientes son solamente…. unas hojas muertas.