lunes, 16 de diciembre de 2013

La Plaza de los Suspiros

René Boretto
La plaza de los suspiros



La PLAZA DE LOS SUSPIROS, se encontraba a la entrada del sector fabril del saladero liebig´s de Fray Bentos. Un lugar de concentración de gente, principalmente obreros, los niños vianderos que le llevaban comida a sus padres; vendedores ambulantes y congregaciones espontáneas de inmigrantes. Ambiente heterogéneo, lleno de olores y sabores, de idiomas mezclados y de encuentro de todo tipo de intereses, porque era como un pequeño mercado en día domingo, donde gente y gentuza se confundían en las modestas vestimentas de la gente de trabajo.

Pocos pudieran imaginar si no la conocían o acaso entender si la veían por primera vez, cómo en tan diminuto espacio, debajo de sólo un gran palo borracho centenario, podía generarse un tan complejo mundillo que le resultaba poco menos que imprescindible a la vida social del saladero.

Allí también se juntaban hombres y mujeres, imberbes los más, esperando para hacer la cola que les llevaría en ruidosa y conversadora muchedumbre, al lugar donde se contrataba los peones que se necesitaban diariamente.

Casi en la sima de las altas barrancas que poco más allá se despeñaban frente al río Uruguay, era de los primeros sitios en recibir las luces de la alborada, así como la cansina lumbre de los ocasos con el sol muriendo entre las islas de la costa argentina. También lugar ideal para mirar todo el panorama de la Liebig´s. Hacia el oriente, las casuchas casi insignificantes de Villa Independencia y más acá, la no tan diferente ranchada donde se alojaban los peones. Los cuartos de solteros, largos ranchos a dos aguas como los de las fazendas brasileñas, marcaban el suelo como cicatrices finamente esgrafiadas en la tosca amarillenta y los caminos, desperfectos y sinuosos, relacionaban todas las casas con una telaraña blanquecina.

Los mugidos plañideros, era imposible no escucharlos. Quizá por lo continuos y omnipresentes, resultasen inaudibles para algunos, pero era solamente por la costumbre de tenerlos siempre metidos en los oídos. Los bretes donde el ganado se amontonaba esperando el degüello, diseminaban por doquier el quejido multisecular de miles de ellos, como un insistente pedido de clemencia. Pero no. Estaban destinados a convertirse en toneladas de extracto de carne y con suerte, en el corned beef salitroso que una pequeña llave de metal abriría como esperanza alimenticia para los condenados a muerte en las trincheras europeas.

Los pitazos de los barcos también formaban parte de todo este paisaje. No obstante el puerto estaba un medio kilómetro más allá, cuando se aquietaban los murmullos, a la siesta o a la nochecita, reverberaban como un ulular misterioso estos ruidos que gritaban los nombres de misteriosos países hacia donde salían los cargamentos. Casi siempre por la noche, cuando eran más audibles, los cansinos campanazos de un trozo de metal colgando cual si fueran los borreones de los toros secándose a la intemperie, tañían urgiendo a los obreros que fuesen de inmediato hacia el puerto donde los veleros, queches y balandras recién arribadas esperaban parir la sal traída de España o el carbón de piedra escocés.

La plaza de los suspiros, realmente, suspiraba de continuo. Era como si el fermento de la gente reunida despidiese un gas invisible de levadura creciendo. Era, digámoslo sin vergüenza, el músculo que hacía latir ese corazón intangible.

Porque allí adentro, en la fábrica, la “playa” donde se mataban los animales, las enormes máquinas donde se molía y se cocinaba la carne, los evaporadores donde se hacía el extracto y hasta los montones gigantescos de guano cual pirámides, nunca hubiesen estado ahí si no hubiese sido por el hálito, por ese ruidoso ronquido del ser humano que le insuflaba, con sus miles de componentes, la fuerza de cambio necesaria para que los cansinos novillos que llegaban desde las estancias arriados por centenares, pasaran a convertirse en tintineantes libras esterlinas que forma de productos se iban al extranjero.

Casi nadie hablaba de eso, ni en la Plaza de los Suspiros ni cuando estaban trabajando. La simpleza de la fuerza bruta era domeñada por simples mentes de trabajadores que vivían el día a día, imbuidos cada quien en su tarea, con los brazos metidos hasta los codos en las tripas humeantes de los bichos o resbalando descalzos en la sangre negra coagulada que – ni siquiera eso – se despreciaba, porque un caño en el piso la tragaba haciendo espuma rosada para dirigirla al galpón de los fertilizantes.

Quizá en algún momento alguien, tratando de no levantar sospechas, convirtiera lo que parecía una amena charla en grupo en un llamado a la rebelión y reclamo, en aras del socialismo recién ingresado al país.

Un templo al aire libre para la democracia. Un “ágora” ateniense o si se quiere un “forum mágnum” en pequeño. Quizá allí no se decidiera nada porque en este ámbito, todo giraba en torno a la actividad ya estructurada de la empresa, gigantesco aprovechamiento de la creación de Fauno, dios de los campos y los pastores, promotor de la cría del ganado. Pero el reducido espacio, como poniendo un tapón a la entrada principal al establecimiento, raramente dejaba de tener su jolgorio especial, aún en las noches, cuando prostitutas y timberos aprovechaban los juegos de la “taba”, tan comunes entre los gauchos, troperos, peones y vecinos despistados que se acercaban a la lumbre minimal de algún farol alimentado a aceite de pata.

Hoy, no han pasado ni veinte años de aquel recuerdo de la Plaza de los Suspiros. Aún me acuerdo, no vagamente por cierto, de mi primer beso comprado entre las faldas de una china fogosa, cuando sin querer queriéndolo, dejé de ser un imberbe gurí criado en la Villa, atiborrada mi mente por los prejuicios y recatos de una familia pueblerina.

Hoy la Plaza de los Suspiros, no existe. Al menos como era, con su mezcolanza de ruidos y de olores. De toscos búlgaros que se reunían entre ellos mismos para masticar pan con ajo y cebolla como único reemplazo de las fuerzas perdidas en el turno anterior y como sostén para las azarosas horas que vendrían.

Pero veo, no sin extrañeza y maravillado, cómo cosas que hoy existen se amasaron y leudaron en aquel ambiente pletórico de risas, esperanzas y comunión de gentes. La primera sociedad de socorros mutuos, hoy frente a la plaza principal con su edificio nuevecito, nació precisamente por obra de cuatro gatos locos filosofando sobre cómo llevar a la vida profana la filosofía que masones franceses e italianos habían traído en sus valijas.

El primer club de “fóbal”, en los primeros años del 900, se conversó acá y salió al campo de juego con una camiseta a rayas blancas y rojas.

Las mujeres de los masones y las esposas de los trabajadores, todas juntas, recuerdo, venían a este lugar a pedir donaciones para mandar a los campos donde blancos y colorados jugaban a la guerra de las divisas.

Los planes para las “romerías” de diciembre y los cuentos y recuerdos de la fiesta, tenían a la plazoleta como una pizarra donde se escribía la historia de un pueblo trabajador, dicharachero y cosmopolita.

Y no precisamente la Plaza de los Suspiros se terminó y se borró en las nieblas del tiempo porque no siguiese habiendo la misma gente, con sus inquietudes, sus temores, sus sueños y sus cansancios de mil animales faenados por jornada. Se murió porque no era compatible aquel jolgorio desorganizado y pueblerino, con el Social Club de los ingleses. Ubicado enfrente mismo del predio donde estaba la Plaza, el club reunía a los jerarcas del frigorífico. Ahora, la era de la carne enfriada había cambiado radicalmente las costumbres. Los “gringos” tenían su propia cancha de golf y se reunían a disfrutar sus horas de ocio en lo que los paisanos comenzaron a llamarle “el chupping”. Así como suena. “Chupp” de “chupar, de tomar o beber. Y el “ing” tal propio del idioma inglés, porque ese espacio estaba reservado exclusivamente para ellos.

Aún queda, eso sí, el enorme palo borracho que año a año hace caer sus miles de flores rosadas, formando un tapiz mágico que se seca impoluto, sin ser pisoteado por aquella muchedumbre obrera que encontraba en este lugar, el corto suspiro entre dos emociones: el largo día que había pasado y la cansadora jornada que quedaba para vivir mañana…

miércoles, 20 de febrero de 2013


El ultimo viaje
(Cuento de René Boretto)

Estaba recién inaugurada la línea del ferrocarril entre Algorta y Fray Bentos. Eran los primeros años del siglo y los ramales se extendían diariamente, desparramando una telaraña de rieles que tapizaban los campos otrora limpios y plenos de verdor.
La “moderna” máquina alemana de 1898 hacía esfuerzos livianos porque el ramal corría por encima de la cuchilla de Haedo y raramente se encontraba con pendientes difíciles. Desde los campos agrestes llenos de piedras hasta las barrancas coloradas, añosas e imponentes que desafían al Río Uruguay desde hace milenios. Tres veces por semana. Todas las semanas del año.
El principal motivador de estos viajes era el saladero Liebig. En esos días de 1915 se trabajaba fuerte por aquello de la guerra en la Europa, sabe? Y el ferrocarril Middland era el principal medio de transporte, porque los caminos eran en su mayoría intransitables. Los trescientos kilómetros desde Fray Bentos hasta la capital, Montevideo, requerían de una semana, tal como si se continuara aquella época de diligencias que debían renovar caballos frescos cada cinco leguas. Los arroyos, crecidos, no necesitaban de las lluvias del invierno para salirse de madre y cortar reiteradamente las carreteras que muchas veces eran caminos, si no senderos, vergonzosos por no poder cumplir con su cometido de comunicar a los pueblos.
Entonces el ferrocarril era el dueño de todas las situaciones. Era el preferido de los estancieros para hacer llegar a los saladeros o para despachar desde los puertos, las exportaciones para la hambrienta Europa que se desangraba en la inútil guerra. Como contrapartida, quienes podían, escapaban de las masacres y de la intimidación del suceso y lograban cruzar los océanos para buscar la tranquilidad y la paz de la mano del trabajo rural.
También los lentos pero seguros vagones eran los preferidos por los gallegos, por los italianos, por los piamonteses y por los búlgaros que abarrotaban los puertos con sus esperanzas recién depositadas en suelo uruguayo. “Hacer l´América” como dirían los itálicos. Y se encaminaban en largas filas desde los galpones de la Oficina de Inmigración hasta la Estación Central, en Montevideo, para diseminarse atiborrando trenes por los campos orientales en busca de la tierra prometida.
Y allá fui también yo a parar, como fiel perro que soy, siguiendo por instinto a un grupo de inmigrantes que se esforzaba por comunicarse en sus nativos acentos, encontrando la solución en el compañerismo y apoyo mutuo, rodeando fogones en las frías noches, esperando en la descampada Estación Young que alguien les diera un “conchabo”.
Young había comenzado a poblarse como la mayoría de los pueblos uruguayos: al lado de la estación del Middland, forzando la creciente población la instalación de una escuela y de una consabida pulpería donde se juntaba toda la peonada de los alrededores para departir amenas tertulias, crear ruidosos campeonatos de truco o llenar los patios traseros de polvo levantado por los bailes de rancheras y chamameses correntinos donde chinas y peones encontraban su compañía mutua.
Trabajo había de sobra, por cuanto los estancieros llenaban vagones, uno tras otro, de animales para el saladero Liebig, sobre las costas del río Uruguay y allí iban a parar esos europeos cansados de tanto sufrimiento y atiborrados de esperanzas, a ver si podían cumplir el sueño de traer, tras de su derrotero, a sus familias sufrientes que quedaron allá atrás.
Por simpatía nomás me pegué a las bombachas anchas y a las botas de potro rotosas de un viejo arriero de añosa piel arrugada y manos callosas y deformes. Lo seguí a todos lados con su consentimiento y compartí las desazones de los tantos “no hay trabajo, viejo” que recibía, plagando de noches de insomnio y de hambre, aplacada de vez en cuando por la solidaridad de otros que con más suerte habían conseguido trabajo.
Hasta que una madrugada, fría como la mierda, me invitó a subirnos de callados a uno de los vagones. Pagaríamos la osadía de no pagar pasaje con el peligro de compartir con los novillos ariscos las horas de viaje, pero grande fue la sorpresa cuando ya dentro del cubículo, estuvimos rodeados de pavos, centenares de ellos, que hacían su último viaje, como los vacunos del resto de la carga.
En medio de un “traca-traca” ensordecedor de las ruedas pisoteando vías hacia el saladero, como si los ruidos de los pavos no fueran de por sí un suplicio, mi compañero de viaje me contaba: “Los pavos también forman parte de lo que vende la Liebig. Bicho que llega al saladero lo mandan enlatado pa´las Europas “.
En poco rato de escuchar, don Facundo –así se llamaba el arriero- se explayó en su charla, y salieron a relucir las peripecias de su vida llena de paisajes de campos vacíos, de montes achaparrados y de mugidos de los animales que arriaba para ser sacrificados.
Desde la última estación del ferrocarril antes de llegar a Fray Bentos, había que arriar las vacas hasta la estancia “La Pileta”, allá donde la Liebig había encendido un gran fogón en 1864, cuando se creó, y aún continuaba prendido, rodeado constantemente de peones mateando o “tirando un tajo” al asador siempre servido.
El viejo tenía un cariño especial por sus vaquillas y novillos. Había oportunidades, después de varias jornadas, que algunas le resultaban reconocibles y las bautizaba por el sólo hecho de tener a quien hablarle.
“Remolona”, ¡vaca porfiada! ¡Volvé a la tropilla! ¡Qué carajo!
Las miraba a todas y sabía enseguida a cuáles debía prestarle atención. Porque era arisca, porque se quedaba rezagada o porque caminaba defectuosamente. Aprendí pronto a querer a aquel viejo solitario pero conversador que una vez me invitó a salir con él de polizón en un tren de la Middland.
Facundo metía su brazo en el barro de las cañadas para que las sanguijuelas se le prendieran y desde allí las traspasaba a los novillos para que le chuparan la “sangre mala” o para que diluyeran algún hematoma causado por un golpe.
Con la ceniza caliente, mezclada con escupitajos de saliva marrón de tabaco, les aplicaba de vez en cuando un emplasto sobre las heridas agusanadas de los animales, sanándolos como por encanto.
Y a la noche, cuando los ojos se cerraban por efecto del cansancio de tanto ver paisajes repetidos, los mugidos le servían de cántico mágico para hacerlo dormir.

 ¡Don Facundo, siga con la tropa hasta la Liebis, hágame el favor!
El viejo nunca había continuado desde los potreros de la estancia –a unos diez kilómetros del saladero- porque su tarea culminaba allí mismo, dejando a los animales pastar para reponerse de tantas leguas de caminata o acaso ayudando a los peones nuevos a desparramar las tropas entre los potreros que tenían capacidad para treinta y cinco mil vacunos. Por lo demás, antes de emprender el regreso, solía sentarse alrededor del fogón gigantesco, compartía una partida de cartas con el gauchaje, escuchaba y se deleitaba con los rasgueados de las guitarras y los versos fogosos de las payadas o acaso le seguía sin titubeos los roces de las polleras anchas de una china para perderse con ella en lo misterioso de la noche con tantas estrellas como novillos esperando el golpe de los marrones asesinos.
Seguimos con Facundo entonces con nuestra carga ruidosa y polvorienta por el llamado “camino de las tropas”, excavado en las barrancas marrones como si fuese un desfiladero, cuyas paredes retenían los mugidos alargados y tristes como si quienes los producían supiesen que estaban ya al final de su camino.
- ¡Vení Facundo! Vamu´a ver la matanza! –le convidó un veterano tropero, asomándose entre las latas-.
Los gritos de los obreros, los mugidos de las vacas y los golpes de los fierros, eran infernales, rebotando en los techos y en las paredes hasta redoblarse en un bullicio caótico.
Los animales, embretados firmemente, llegaban hasta este último instante de vida azuzados por picanas que los hacían saltar sobre el que los precedía, lastimándoles el lomo con las pezuñas filosas. Y al final, el marronero insensible descerrajaba el martillo grueso y pesado entre la cornamenta, repitiendo una y otra vez el chasquido de huesos deshechos para que uno a uno, los novillos cayeran al suelo mugriento, aún pataleando entre estertores de mugidos lastimeros y lenguas babeando.
Facundo miraba con los ojos asombrados, como si los suyos fueran los glóbulos desorbitados de las vacas mugientes en sus postreros hálitos de vida. De esa vida de campos verdes, de pasturas tiernas y de trotar cansino que les acercaba cada momento hacia la futura vida de carnes enlatadas.
Allí estaban “la rezagada”, “la chúcara”, “la remolona”, “la arisca”, “el cansao” y “el mimoso” que le tocara animar con sus silbidos y gritos para hacerlos llegar más rápido a ese destino de sangre y muerte.
En esos mismos ojos de Facundo vi que se sintió duramente culpable. Soy perro pero seguramente no me equivoco con las personas.
Una cosa era vagar por los campos, al trote de la yegua oliendo el verdor fresco de los cardales y sintiendo a los novillos dependiendo de él y manteniendo una comunión estrecha de vida rural. Otra cosa eran los chorros de sangre oscura que se escapaban echando vapor de los cortes precisos de los “naifes” filosos, que después formaban arroyos negros de líquido pastoso donde resbalaban los pies descalzos de los peones que ayudaban a colgar los cuerpos no inertes en los ganchos de la noria tintineante y ruidosa.
El anciano salió huyendo de aquel escenario de masacre. Embarró sus botas de potro en el mismo barro pisoteado por las vacas del brete que las encerraba cuando venían desde los corrales hacia el matadero.
Perdió su mente y su sentir en el murmullo ahora lejano de la juerga de muerte y aniquilación. Mientras, lagrimeando, restregó el dorso de su mano callosa por las maderas resecas de las barandas de los bretes, lustrosas de tanto roce de cueros empapados en sudores de las arriadas.
Desde lejos lo miré, sumido en esa espantosa soledad. Tomó Facundo las bridas de “Patrona”, su yegua, y me silbó como siempre, para que lo siguiera. Caminó el viejo cansinamente, desganado, apocado, apesadumbrado. La espalda, antes torcida por las miles de leguas sentado en el lomo del caballo, tenía nueva motivación para sentirse aún más dolida.
Cuando las chimeneas del saladero eran ya siluetas, se detuvo un instante y montó. Intentó silbar, pero nada salió de los labios resecos.
Y continuó llorando. En silencio, pero llorando.
“!Vamos, “barbincho”! ¡Qué esperás, carajo!?
Y el horizonte espeso por el calor de febrero, lleno de pastos movedizos y árboles negros, se onduló como espejismo, esperándonos para una nueva arriada...
LA LIBERTAD. Cuando me dispongo a tomar fotos a las aves, no hay "zoom" que valga. Siempre están alertas a cualquier movimiento raro, para emprender vuelo al menor signo de peligro. Pero lo que más admiro en esos instantes, es precisamente, la libertad de que gozan estos seres. Una libertad de la que los hombres NO hemos aprendido casi nada. Una libertad sin prejuicios. Una libertad de hacer lo que necesitan; ya sea beber agua, empollar sus huevos, hacer arrumacos con su pareja.
Y digo que no hemos aprendido los hombres de esa libertad porque nosotros siempre estamos condicionados. No somos como realmente somos, por el miedo, por el rencor, por la envidia, por el qué dirán, por el cómo me verán.
La libertad debería ser la más linda expresión del ser humano. La que nos demuestre tal cual somos y la que nos permita mostrarnos sin los "retoques" artificiales que nos hacen ver, generalmente, como nosotros deseamos que nos vean y no como realmente somos.
¿Qué entrevero de de palabras, verdad? Pero es quizás un subterfugio de escritor. Para que te detengas a leerlo mejor. Y eso te llevará a pensar...
La libertad debería llevarnos a ser la real y verdadera persona que somos y de esa manera encontrarnos cara a cara con la realidad de las otras personas a las que nos gustaría mirar, ver, entender y comprender tal como son y sin tener una duda si están "aparentando ser".
Dejemos salir de nuestro interior lo mejor de nosotros. No le pongamos el antifaz o la cara pintada del carnaval. Sintámonos felices de ser como somos, con lo lindo y lo no tan lindo, pero dando la seguridad que no nos domina la hipocresía de aparentar ser lo que no somos...


martes, 19 de febrero de 2013

 Hay un compromiso siempre latente cuando hablamos de patrimonio. Generalmente, lo mencionamos sin entender realmente qué cosa es patrimonio. O por lo menos, sin comprender cuánto tenemos que ver cada uno de nosotros en el patrimonio. Si nos referimos al patrimonio de nuestra ciudad, es enorme la lista de cosas, objetos, espacios, relatos, memorias, que forman parte de nuestro patrimonio social. De eso que nos hace dueños de determinada "identidad". Algo que nos hace ser y que nos reconozcan como tales, distintos a otros, cualesquiera que sean o donde quiera que vivan.
Lo más importante de todo es encontrar "la atadura" que tenemos cada uno de nosotros con ese patrimonio de la ciudad. tratar de bucear en el tiempo, en la historia de las cosas, para poder encontrar en ello la respuesta: todo lo que nos rodea nos pertenece porque hemos sido partícipes de su creación o de su conservación. Cada cosa tiene nuestro nombre, o el nombre de un abuelo o de algún pariente. El asunto es hallar esa mágica referencia y comenzar a "querer el patrimonio" de una manera especial.
Me surgen estas palabras porque pienso que los fraybentinos, los rionegrenses y en general los orientales, estamos en un trayecto que parece ser muy promisorio, al presentar nuestro gobierno nacional a través de la Comisión de Patrimonio Cultural de la nación, el PAISAJE CULTURAL E INDUSTRIAL FRAY BENTOS para que sea declarado (ojalá así sea!) por UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
Es hora que comencemos a acercarnos. A preguntar. A  interesarse . ¿Qué eso? ¿Cómo puede interesarme? ¿Cómo pùedo involucrame? ¿Qué lugar me corresponde a mí dentro de este plan?
Hay muchas preguntas si es que queremos hacérnoslas. Hay respuestas que nos las merecemos, pero si no nos interesamos, si no nos acercamos, no es posible que vengan a traernos las respuestas a casa.
En una ciudad pequeña, todos sabemos quienes somos y qué hacemos. El asunto es convertir la ciudad y todo su movimiento social y cultural es un gigantesco FACEBOOK. Un sistema de interacción, de interactuación, de inter relacionamiento, donde todos sepamos un poco más de los demás y nos sintamos parte de ello.