Yo
no me podía contener y pretendía ser disimulado cuando miraba como
despreocupado en los alrededores para notar si había alguien
que pudiera verme. Estaba en el cementerio. De manera que no creo que
tuviese muchos ojos que se depositaran con incredulidad y menos con
interés sobre
mi persona, parado frente a la tumba de los Haedo.
Ayudando
a mi subrepticia mirada inquisitiva, la tapa de una de las pequeñas
urnas se mostraba levemente corrida, aunque nada podía divisarse
dentro. Pero los nervios que me corroían por dentro hasta parecía
ordenaban a mis músculos a estirar el brazo y hacer de mis dedos
casi crispados, el profanador que solicitaba ese recipiente cuyo
nombre en la tapa estaba tan invadido por el moho y el musgo, que no
dejaba
siquiera adivinar el nombre de su inquilino. Sólo una de las dos
fechas, la de muerte, podía adivinarse: 1867.
La
inquietud mía tenía ya muchos años en mi sentir y preocupaciones.
Cuando acompañaba al cementerio en sus habituales y sabatinas
recorridas por las tumbas y panteones de cada uno de sus amigos y
familiares, la abuela recitaba para ella misma, dichos, diretes,
saberes, recuerdos, imprudentes citas, misteriosas anécdotas,
sutiles y a veces atrevidos epítetos hacia alguno de esos muertos
que tengo la seguridad que se estaba desquitando en vida por no
haberse atrevido a decírselo frente a frente.
Tantos
y tan entusiastas paseos, me hicieron tomarlos como indispensables y
cuando la anciana abría la puerta con olor a viejo de su armario y
retiraba la mantilla negra con que también concurría a escuchar
misa, yo sabía, intuía y gozaba porque estábamos a punto de irnos
caminando media cuadra para tomar el destartalado ómnibus de los
obreros del ANGLO y emprender el circuito semanal por donde crecen
los cipreses. Era una experiencia como la que también veo a menudo
cuando el perro menea la cola y salta entusiasta cuando alguien, sin
decir palabra, se acerca al zaguán y toma el
collar
para llevarlo a su paseo matutino.
Sin
quizás, muchas preguntas me quedaron sin respuesta, alimentando
misterios, mientras la abuela me preguntaba: ¿Te acordás m´hijo de
las niñas de Sarlangue? Y yo le respondía: “Abuela, mire que me
está hablando de por lo menos 1910!”. Y ella continuaba su cansino
paseo sin escucharme. “Pero eran divinas… las niñas de
Sarlangue…”
El
más misterioso de mis misterios era, precisamente, las pequeñas
urnas depositadas sobre las tumbas. Y también las puertas de hierro
apenas entornadas que negaban inspeccionar en aquellas profundidades
de donde salía un vaho espeso, húmedo y acaso lúgubre. Cuando
alguna de las preguntas infantiles apuntaba a estos misteriosos
elementos, la respuesta era suplida por alguna anécdota que
intentaba sacarme de mi atrevida
inquisición.
No pronto, pero años más tarde, comprendí que “de esas cosas a
los niños no se les habla”. Eran épocas en que tanto como a los
gurises los traía la cigüeña, a los niños que se morían
chiquitos, le crecían alas y se convertían en ángeles… o
nos hacían mirar el cielo de noche, porque una de esas estrellas era
desde donde nos observaban a ver si nos portábamos bien.
No
necesariamente porque me hubiese encontrado con alguno de esos
adultos que aún conservaban su alma de niño y por tanto encontrar
respuestas más o menos complacientes, sino porque la historia, la
investigación histórica y la persecución de realidades del pasado
tan pasado que ya todos estaban muertos, me llevó a meterme en ese
apasionante mundo del silencio donde el viento hace crecer rumores
raros entre las ramas de los pinos y hasta los “uuu...uuu” de las
palomas nos meten cierto resquemor que nos eriza la piel.
Aprendí
historia de las verdaderas historias de esa gente cuyos nombres
permanecen, algunos borrosos e ilegibles, en las lápidas pétreas
que pretendieron en alguna época decirle al mundo y al propio muerto
que jamás lo olvidarían… Precisamente ese fue uno de los
descubrimientos más realistas: pronto comprendí que el duelo pasa y
los recuerdos quedan sólo dentro de los corazones y algunos se
marchitan como las flores reales cuyo destino es el mismo en casi
todos los nichos y panteones. Hasta que hoy día, porque no se puede
colocar jarrones con agua por el tema del dengue, las flores chinas,
eternas en su plástico que no empalidece, le han dado “otra
esencia” al camposanto.
No
sé por cuánto tiempo. Pero no dudo que fueron pocos segundos en que
todos estos recuerdos y sensaciones me invadieron y me atosigaron,
mientras me aseguraba que nadie humano viviente me vería profanar
aquel recipiente casi destapado.
Debería
haber sido más inteligente y menos ambicioso en el resultado de este
atrevimiento. Dentro de la urna, sólo algunos huesos y ni siquiera
una calavera sonriente de dientes desgastados, era lo único que
había quedado después de un centenar de años maléficos que
pasaron impolutos, convirtiendo en realidad aquello de que “del
polvo nacemos y volvemos a ser polvo”…
Mientras
levantaba la vista, hice crecer la estatura real de aquel promontorio
de mármol sucio y ennegrecido por el moho. Con letras grandes y
sobresaliendo, el nombre de la familia de tanto abolengo siguió
disimulado en ese concierto de nada, de silencios y rumores de hojas
revoloteando. Deteniéndome, vi pasar los nombres y las fechas donde
la historia que ayudaba a meter relatos y otras historias entre sus
intersticios y no pude hacer otra cosa que dejar escapar una
expiración propia, con sonido que estremecía mis pulmones.
Así,
simplemente en eso, es donde van a parar los sueños, las
vicisitudes, los esfuerzos, las trampas, los desconsuelos, las
caricias, los quejidos, la avaricia, el amor, la insanía, el
cansancio de nacer y el cansancio de morir. En
fin… el hombre todo. Me imagino cuán valioso sería para cada uno
de nosotros, cuán motivador y cuán enriquecedor, sería seguir con
paso tranquilo, con mente abierta y acompañado por la quietud y
aparente soledad, un paseo por el cementerio…
Me
acordé entonces de uno
de los genios de nuestra literatura universal,
cuando le
escribía a otro personaje famoso como él, reclamando dejar pasar
los enfrentamientos y críticas mutuas: “Cuando
sobre nuestras tumbas haya solamente pasto y sobre él caguen los
perros y nuestros nombres hayan sido olvidados, ya no será tiempo
para pensar por qué cuando vivimos sólo buscamos enfrentarnos,
discutir y pavonearnos, sin ver el presente que se nos escapa...”
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