viernes, 5 de febrero de 2016

Me pasó en la terminal...



ME PASO EN LA TERMINAL



La terminal estaba atestada. La gente iba y venía, desorganizada, como si hubiesen sido hormigas cuando, para entretenernos, cuando niños, rompíamos los enormes túmulos que los laboriosos insectos habían construido pacientemente.
Cuando me incorporé, el celular cayó al piso y se activó una llamada.  Me sentí culpable por que la persona estaba prácticamente gritando: “Alo… alóoo” sin que nadie le respondiese. Así que contesté.
Había comprado el voluminoso pack del Diario El País de los Domingos, como manera de hallar en él la salvación para trasponer el tiempo hasta la hora de salida del ómnibus que me llevaría de regreso. Entre eso y del maletín, más el paraguas algo húmedo aún por la tímida lluvia con que se había despedido la anunciada tormenta de “Alerta naranja”, tenía suficiente como para sentirme incómodo por tantos bultos.
-         Hola!!!… respondí medio perdido porque ni sabía a quién le había llegado la llamada.
-         Hola hermano!… cuánto tiempo ha pasado! ¿A qué se debe tanta sorpresa? – me respondió alguien del otro lado del celular-.
-         Estoy en la ciudad. Le dije, en medio de esos segundos indecisos donde uno trata de revisar en la memoria. Es la voz de quién?
-         ¡Todavía tengo vivos aquellos días de las excavaciones arqueológicas en el Río Negro! ¡ Qué tiempos aquellos… te acordás? Fue una gran ayuda. Se me presentó mágicamente la cara imberbe del Flaco Jorge, cuyo timbre de voz no había cambiado para nada a través de más de treinta años.
-         ¿Cómo podemos hacer para vernos? Era un reclamo desesperado del amigo deseoso de novedades. “Estoy en la terminal” le dije.
-         Estoy a pocas cuadras de ahí!... Esperáme en la entrada principal que nos vemos en unos minutos.
Salí a la calle por el gran portal. El sol ya alumbraba fuerte, levantando espesa humedad del cemento. A pesar que con los años se me había despintado la fisonomía del “flaco Jorge”, confiaba en poder reconocerlo cuando se acercara.
Fue entonces cuando levanté la vista y un hombre flaco y alto, de pie a pocos metros, me observó y reaccionó de inmediato, dando grandes zancadas hacia mí, mientras abría los brazos.
            ¿Cómo estás… tanto tiempo!, me dijo, mientras yo lo miraba receloso, tratando de adivinar qué había hecho el tiempo en ese cuerpo, ya de un hombre maduro, como yo. No obstante, sobrepuse la imagen que estaba viendo sobre aquella que guardaba en mi mente de joven, cuando integrábamos juntos el entusiasma grupo de ”arqueólogos” aficionados que paciente y entusiastamente tratábamos de aprender de los técnicos brasileños que nos visitaban.
-         Vos sabés que yo me retiré…Soy jubilado ahora -le dije-… Pero no pierdo la costumbre de perderme de vez en cuando en eso apasionante de los estudios arqueológicos… Precisamente, hace poco estuvimos como el “Gordo” Pachuco -¿te acordás del Gordo?- Me dijo que ya es Licenciado. ¿Te imaginás vos al Gordo Pachuco de Licenciado?. Increíble che... En nuestra zona se siguen encontrando cosas. Bueno, sabrás vos que también te recibiste que Río Negro es una de las principales zonas de la paleontología nacional….. En la chacra de un amigo hallaron los restos de una ballena. Y sabés qué? Hace más de veinte años yo había desenterrado una vértebra y una gran costilla justito en el mismo lugar… Será del mismo bicho, me imagino. Y  no solamente eso… como son terrenos del cuaternario, en la Escuelita Rural de Las Margaritas, aún aparecen en los blanqueales huesos de megaterios, caparazones de gliptodonte, uñas de glossoterium… Bueno , para qué te voy a contar…. Si es tu tema.
El flaco Jorge asentía con la cabeza y me miraba con ojos desorbitados que yo interpreté como de ansias por que le continuara contando.
-         Continué mi entusiasta perorata. La gente de la Facu estuvo el año pasado… Y en el mismo lugar donde nosotros hicimos el  cateo -¿te acordás? ¡Qué tiempos aquellos!-  No vas a creer lo que te digo!... En el mismo lugar, pero como cuatro metros para abajo, encontraron restos de gliptodonte con una punta de flecha clavada en el hueso!... Impresionante! Dicen que cuando lo estudien bien, eso cambiará la historia de la paleontología regional… Y también la historia del poblamiento americano!  … Bueno, no es para menos… que los aborígenes que nosotros creíamos que vivían de la caza y de la pesca se entretuvieran cazando gliptodontes… no es para menos… Si esto nos lo hubieran contado en aquellos tiempos, habríamos dicho que eran cuentos chinos… Como los cuentos del “Tico”… Era un monumento ese viejo…. Qué joder! Cada vez que me acuerdo de su sabiduría y de tanto que nos enseñó, me da una pena que se haya muerto!... En realidad, te acordás que siempre nos decía: “No voy a quedar para semilla, chiquilines… un día de estos…” Y se murió en su ley, nomás… caminando buscando puntas de flecha en los médanos de Cabo Polonio…
Nuevamente miré a los ojos al Flaco Jorge. ¡Cómo cambian las personas!, me decía para mí mismo. Me hubiera imaginado que como pasa en casi todos, algunos rasgos permanecerían incambiados o reconocibles a través del tiempo. Aquellos ojos vivarachos del Flaco ya no eran los mismos. En cada mirada siempre había un chiste que se armaba dentro de su cabeza… ¡Si tendremos cosas para acordarnos juntos!
El hombre miró su reloj, como distraído. Recién caí en la cuenta que los minutos habían pasado y con mi verborragia había impedido que mi interlocutor dijera una sola palabra. “¿Vamos a tomar un cafecito?”. Se me ocurrió al instante invitarlo y así permitir saber de su vida.
-         René!!!. La verdadera voz del Flaco Jorge… Ese timbre de voz agudo, chillón, retumbó a mis espaldas. Miré al Jorge que tenía enfrente y me di vuelta para ver al otro con voz del verdadero Jorge…
En efecto. Allí estaba. Venía casi corriendo hacia mí y abriendo los brazos. No me dio tiempo a nada porque, a través del lapso de casi treinta y cinco años, había vuelto mágicamente aquellos momentos en que nos confundíamos en un abrazo cada vez que nos encontrábamos.
El otro Jorge, el que no había abierto para nada su boca para contarme de la vida que yo creía que tenía hoy día como Licenciado en Antropología, bajó los ojos, como avergonzado. El también había tenido un lapsus de esos que son tan comunes cuando la vida nos despinta aquellos amigos que siempre recordamos y añoramos… Lo vi sonreir forzadamente y después me dio la espalda, metiéndose en el tráfico humano de la vereda de la Terminal.
-         ¿Y, René??? Tomamos un cafecito? Y nos metimos con el verdadero Jorge en la Terminal…



Terapia



"Terapia"



 


Me miré al espejo; lo saqué de su falsa escuadra, pero otra vez volvió a hamacarse y quedó torcido. Con los dedos crispados me peiné grotescamente el cabello húmedo. Bajé después las escaleras. Me detuve casi en la puerta antes de salir. "No sea que salga corriendo y me lleve por delante a la vieja que está  barriendo la vereda".
La claridad de la mañana entraba por los vidrios. Detrás de esa puerta, ¿estaría todavía el infierno? El infierno lleno de ruidos, harto de seres caminantes sin destino; con bocinazos impertinentes y las imprecaciones odiosas de los conductores.
Aspiré hondo y contuve el aliento, como haciendo el silencio necesario para confirmar que todo sería como cualquier otro día, luchando con cada quien buscara, como yo, enfrentarse a la selva diaria de pegajoso y húmedo smog y del insoportable hedor del combustible volátil. El recordar solamente el olor me hizo llevarme instintivamente la mano al bolsillo trasero del pantalón. Allí tenía dos pares de pañuelos, como para usar de mascarillas anti-smog.
Y pensar que a pesar de todo, ¡tenía que salir! La impiedad de la rutina era una orden imperante, la que me daban el último empujón para decidirme a posar la mano en el picaporte y abrir el zaguán. Otra vez inspiré profundo, como si acaso dentro de casa tuviese el último almacenamiento de aire incontaminado, y como un valiente más, me sumergí en la claridad del día.
Miré alrededor. La vista se me perdió en la amplitud de la barranca y después se regocijó, perdiéndose en la inmensidad del mar. Apenas si la brisa me trajo los gritos de las gaviotas.
Una vez más sonreí triunfante. Nada mejor que imaginar, un minuto antes de salir, lo que sería vivir de otra manera, para valorar la simpleza de mi vida común.


El silencio no existe.



El silencio no existe.
Cierta vez, el famoso compositor norteamericano John Cage, ya desaparecido, decidió encontrarse con el verdadero silencio y solicitó permiso para entrar a la llamada cámara anecoica de la Universidad de Harvard. Estas cámaras, muy pocas en el mundo por su complejidad y por ser muy costosas, están hechas para retener absolutamente todos los sonidos y ecos y se usan para estudios del sonido.
En este lugar, el famoso músico tuvo una experiencia inaudita: no había silencio absoluto. Percibió en el ambiente dos sonidos; uno alto y otro bajo. Los técnicos le informaron que el primero era su sistema nervioso funcionando y el segundo los latidos de su corazón y la sangre corriendo por sus venas.
Tecnología de por medio podríamos decir entonces que el silencio no existe. Siempre hay pequeños, casi inaudibles sonidos que están rodeándonos.
Otra experiencia increíble fue la de un director de orquesta sinfónica que tuvo que ensayar un concierto con un pianista absolutamente ciego. ¿Cómo hago para hacerle una señal para indicarle cuando él debe iniciar los acordes? La madre del pianista que lo acompañaba a todos lados, le dijo: no se preocupe...él escucha su respiración.
Y aunque parezca difícil de creer, la señal ideal de conexión entre el Director y el pianista fue el sonido casi imperceptible de la fuerte inspiración del Director cuanto levantaba su batuta que el ciego escuchaba perfectamente...
Qué hermoso debe ser concentrarse tanto en el silencio como para encontrar en él los sonidos que nos parece que no existen!

En una noche cualquiera, si acaso acalláramos los sonidos producidos por humanos, podríamos decir que estamos disfrutando del silencio, cuando en realidad hay decenas, sino miles de sonidos que la naturaleza encierra, desde el sonido de las olas hasta los lejanos chirridos de las langostas y alguno que otro canto nocturno de los pájaros.
Solamente hay que detenerse. Que concentrarse. Que adentrarse en las cosas simples. Escrutar en el silencio. Observar más que mirar despreocupadamente. Sumergirnos en nuestro propio interior para descubrir cosas que nos parece que no existen pero que aguardan allí para enseñarnos mucho de la vida, de los comportamientos y de los sentimientos.
El silencio no es la ausencia de sonidos, sino que es el estado ideal del hombre consigo mismo para descubrir el mundo que nos rodea...

El entierro de Valdés



El entierro de Valdés


De todos los bisnietos resulté el elegido. Viajaría, finalmente, a Montevideo para visitar a la familia de la mano de la “abuela” Felicia -en realidad mi bisabuela-  y los aprontes para la travesía eran interminables y comentados por todos. Y digo la travesía porque ir a Montevideo en aquella época en tren era una verdadera odisea de más de diez horas de traqueteo interminable. Pero eso a mí no me importaba, porque una vez por todas se cumpliría mi sueño de conocer la gran ciudad de la que todo el mundo hablaba.
La ocasión del viaje era especialísima. Iban a reducir los restos de Valdés, el marido de la tía Ricarda que hacía treinta años que se había muerto de una cirrosis tremenda, porque le gustaba tomar de todo. Pero poco me importaba el nombre de Valdés, porque al fin iría a Montevideo y me sacaría fotos rodeado de las palomas en la Plaza Independencia, como era norma de la bisabuela cada vez que iba a Montevideo, una vez cada muerte de un obispo.
Nos despidieron como si nunca fuéramos a regresar. En primera instancia, en la Agencia de Carminatti, porque había que tomar un ómnibus tipo bañadera para llegar a Mercedes, que era desde donde salía el tren a la mañana siguiente. A pesar de que los kilómetros decían treinta de distancia, Mercedes parecía estar en otro mundo. Había que encomendarse a Dios y ni locos intentar viajar si apenas lloviznaba, porque el arroyo Pantanoso se desmadraba y no dejaba pasar. No importa, se regresan y está..., podrían decir ustedes, pero el caso es que si al volver el arroyo Yaguareté estaba ya crecido y tampoco daba paso. Entonces había que quedarse dentro de la bañadera, mojándose como pichones de gorriones en su nido un día de tormenta, aislados del resto del mundo.
Pero ese día tuvimos suerte. Un calor que rompía termómetros, como cuando yo los ponía a calentar junto a la bombilla eléctrica para que mamá creyera que tenía fiebre y no me mandara a la escuela.
La madrugada siguiente fue emocionante. Cansadora, pero emocionante. Cansadora porque me fue imposible pegar un ojo por la tremenda expectativa del viaje en el “traca-traca”. Habían elegido ese día porque era el día del “motocar”. Los miércoles de cada semana la larga fila de vagones era tirada hasta Montevideo por una máquina a fuel oil en lugar de la locomotora vieja y agotada de su trabajo de tanto tragar toneladas de carbón de piedra inglés. Entonces, la capital estaba tres horas más cerca...
El viaje, no obstante, era una novela tentadora, para quien no hubiese viajado antes. Les aseguro que al llegar, ya daba pánico pensar que algún día había que regresar pasando por lo mismo. Las primeras dos horas, entre la novelería de mirar por la ventanilla, mirar las revistas del Pato Donald que la abuela hizo aparecer como por magia y tomar una buena taza de café con leche con bizcochos duros resecos que daban como “desayuno”, la cosa era bastante entretenida. El caso vino después.
Ahí me di cuenta recién porqué el abuelo Justo me decía tanto del “traca-traca” en lugar de llamarlo tren como todo el mundo. El sonido se metía por todos lados, retumbaba en las paredes, temblaba en las maderas polvorientas del piso y por más ventanillas abiertas, parecería querer quedarse adentro, ensañándose con los pasajeros. Al final, le gané al ruido. Hice dos bolitas amasando miga de pan que me sirvieron de perfectos tapones para los oídos. Lo único que el temblequeo del tren – que me hizo vomitar hasta lo que no tenía - lo sentía permanentemente en el vientre, donde el estómago se movía como zapallos sueltos dentro de un carro en movimiento.
 Sin escotes, botones hasta arriba y largo que le tapaba hasta los tobillos, el vestido de la abuela Felicia estaba ya blanco de polvoriento. La pluma del sombrero parecía marchita y alicaída y era un estorbo más que un adorno. Al final de cuentas, la pluma ni llegó a Montevideo. Se la arrancó uno más inquieto que yo que iba sentado –más bien parado- en el asiento contiguo. “Mirá que viene el guarda... ¡quedate quieto! –le amenazaban-. Pero eso no sirvió de nada cuando después de pasar tres veces el anciano uniformado, con un sombrero donde lucía el escudo amarillo y azul de AFE metido hasta las orejas, pareció tan impávido que ni papaba moscas.
Ni me pregunten del viaje. En esa tremenda odisea perdí la cuenta de las veces que vomité, de las veces que volví a comer, del tapón de miga de pan que se hundió en mi oído sin poderlo retirar, en las veces que pedí para ir al baño, en la cantidad de vacas, toros, liebres, viuditas, horneros, postes de luz, números indicadores, caballos, ranchos y perdices que conté. Ah! Y el récord que rompí inventando cosas para jugar al “veo-veo... qué ves?... Una cosa que empieza con m.... “ Me doy por vencida me dijo la abuela. “Mierda... eso es! Al gurí de enfrente le cambiaron los pañales!”
Nos esperaban las tías, primos, primas y vecinos como si nuestro arribo a Montevideo fuese un verdadero acontecimiento. Perdí la cuenta de los besuqueos de las viejas y de los pellizcos de las primas, que me pasaban de mano en mano y de brazo en brazo. “!Está divino! !Qué grandote! !Tiene los ojos del abuelo Justo! Lo que tiene del abuelo es ese lunar en la mejilla, ¿se lo viste?”... !Dios se lo guarde doña Felicia!” Y la abuela no daba abasto para sacudirse el polvo del camino, como si hubiésemos viajado en “la dilegencia” como me contó en uno de los tantos intentos de entretenerme durante el viaje.
En un viejo Chevrolet del año treinta llegamos a la casa de la calle Wáshington. No fue un viaje muy largo, pero pude ver el mar. Bueno, el Río de la Plata, que es ancho como mar. Y los paquebotes esperando para entrar al puerto y cientos y cientos de autos en la rambla costanera y edificios altos, muy altos...
Así era el conventillo de la calle Wáshington. Un edificio alto, un corredor largo hasta el fondo con apartamentos a ambos lados que se elevaban hasta el cielo, con calzoncillos y sutienes colgando de las ventanas y viejas que se gritaban de un extremo a otro y jaulas de loros asoleándose en la fingida claridad que mezquinamente entraba en esos recovecos de cemento.
Inevitablemente, la conversación se dirigió hacia el tema del día: la reducción del pobre Valdés. “Ustedes vayan a jugar a afuera... Nene... andá con las primas, esto es cosa de mayores. ¡Celeste! Comprale una Coca en el almacén de la esquina... decile al Pedro que después se la mando a pagar...”
Mi primera desilusión. Me arrastraron a tomar la Coca-Cola a la vereda y me quedé sin saber nada de lo de la famosa reducción. Me había hecho locas ideas y fantasías por doquier. Lo único que tenía en claro era que después de treinta años, había que sacar el esqueleto del pobre Valdés del cajón y guardarlo en una caja más chica.
¿Le quedaría pelo? ¿Se haría finalmente la tía Ricarda de la dentadura de oro que no le pudieron sacar al difunto? ¿Cómo iban a meter un esqueleto tan grande en una “caja chica”? ¿A qué se debía tanta expectativa en torno a un hecho así, sucedido nada menos que veinte años antes de que yo naciera? Cosas que no tenían respuesta porque “esas eran cosas de los grandes” y a los gurises ni soñar que nadie nos comentaba.
El resto de la tarde fue todo reiterativo. Recibir y recibir otros parientes, otros tíos y otras primas de las que nunca jamás había tenido noticias. El apartamento resultaba chico a la hora de pensar dónde irían a dormir, así que nos subieron a todos, sin valijas, y nos llevaron a una chacra en el Cerro en otro taxi Chevrolet que hacía tanto ruido como el “traca-traca” y que se negó a subir la última cuesta.
Habíamos tantos parientes que hacía tiempo que no nos veíamos que la ocasión resultó propicia para festejar la oportunidad. Poco les costó a los tíos ir a la carnicería de la esquina, comprar unas tiras de asado, chorizos, morcillas, tripas gordas rellenas, chinchulines y mollejas. El marido de la Nenucha aportó unas latas de corned beef que se le habían pegado “sin querer” cuando salió del frigorífico. No habían aprontado las camas para dormir –que a eso habíamos venido- cuando todo comenzó a ser una algarabía general, con una vitrola haciendo sonar tangos, milongas y valses, mientras el olor de la parrillada se desparramaba impune por los techos de los ranchos vecinos.
“ ¿Conocen el nuevo baile del serrucho?. Preguntó la tía Marita. !Es divertidísimo!” Yo tendría como ocho años pero les juro que aún me impresiona el recuerdo de aquellas polleras atrevidamente cortas y ajustadas o mejor dicho con demasiado cuerpo para el pobre vestido que amenazaba con reventar con las curvas.
El “baile del serrucho” resultó “cosa de mayores” y nos mandaron a la cocina a comer a las apuradas así podíamos irnos a dormir, dejando camino libre para continuar con la sesión bailable. No me importó que no nos dejaron presenciar el baile. Estaba tan cansado con la acumulación de horas de tanto tren, que me dormí sentado en una butaca, rascándome el oído y con un choripán a medio comer.
Lamento hasta hoy día no haber presenciado todo el asunto de la reducción del pobre Valdés. Porque como también eso era “cosa de grandes” nos guardaron a todos los niños en la chacra del Cerro, alejados de los pormenores. Lo cierto es que al mediodía todo fue revuelo otra vez y era tanta la conmoción que nadie se cuidó de comentar los detalles del suceso delante de los niños.
Cuando regresaron, algunos lloraban pero los más reían y comentaban la visita al cementerio. Como consecuencia, la tía Ricarda había quedado recluida con sus penas en el conventillo de la calle Wáshington.
Al llegar la hora de abrir el cajón de madera donde yacía el pobre Valdés, -debía ser exactamente a las seis de la mañana, como si el muerto se hubiese molestado si hubiese sido antes o después- grande fue la sorpresa al ver que el cuerpo estaba momificado y el pobre viejo aparecía tal y cual lo hubiesen enterrado ayer. Incluso hasta barba le había crecido. La mayoría de las mujeres se descompusieron; algunas con desmayos, pero en general con gran impresión. Las flores estaban marrones y hechas polvo, pero hasta la carta que le habían cruzado entre los dedos a Valdés, estaba intacta en su papel amarillento que aparentemente nadie se animó a leer. Los labios resecos y duros, dicen que eran como una sonrisa macabra, que dejaba adivinar uno de los colmillos de oro.
Los comentarios, como dije, fueron diferentes. Desde risueños hasta macabros. Desde atrevidos hasta respetuosos. Desde irrespetuosos hasta descarados, según los presentes hubieran conocido al tal Valdés, tan alejado de la actualidad. Sus hijas ya eran cuarentonas o cincuentonas; algunos sobrinos ni existían y menos los yernos.
Le echaron la culpa a que el hombre tomaba mucho y que como consecuencia el alcohol impregnando su cuerpo había servido de agente momificador. Otros dijeron que era culpa de los medicamentos inyectados cuando el tratamiento del cáncer al hígado. Y otros se rieron y afirmaron que el muerto había querido quedarse así para que no le sacaran la dentadura de oro, ni aún treinta años después...
En honor a la pura verdad, lo expectante del momento, resultó un fiasco. Todos quedaron molestos, algunos putearon a Valdés porque hubo que pagar la renovación del nicho, la tía Ricarda se quedó sin su dentadura de oro con la que pensaba pagarse unas vacaciones en Fray Bentos y para colmo tuvieron que reponer la plaqueta de bronce que se la habían robado. Y todavía llorar como si ese hubiese sido el día del entierro.
Las vacaciones se nos echaron a perder. La idea de la foto con las palomitas en la Plaza Constitución, ir al zoológico de Villa Dolores y montarme al gusano loco del Parque Rodó, todo quedó en los sueños que tantas veces me habían quitado el sueño. Se deshicieron mis ilusiones como las flores podridas y secas del cajón de Valdés cuando lo volvieron a tapar por treinta años más.
Así que, sentados en el andén de la Estación Central, sin despedida de primos ni tías, sin haber conocido de Montevideo nada más que los conventillos de la ciudad Vieja y una chacra detrás del frigorífico del Cerro, mis vacaciones se convirtieron en la realidad de volver otra vez a la pesadilla del regreso a Fray Bentos en el motocar. La abuela trataba de retirar, con una horquilla del pelo el tapón de miga reseco que me había puesto en el viaje anterior. Mientras tanto, pacientemente, me imaginaba a la prima Marita alentando a todos para un “baile del serrucho” con asado otra vez...