El
entierro de Valdés
De todos los bisnietos resulté el elegido. Viajaría, finalmente, a
Montevideo para visitar a la familia de la mano de la “abuela” Felicia -en
realidad mi bisabuela- y los aprontes
para la travesía eran interminables y comentados por todos. Y digo la travesía
porque ir a Montevideo en aquella época en tren era una verdadera odisea de más
de diez horas de traqueteo interminable. Pero eso a mí no me importaba, porque
una vez por todas se cumpliría mi sueño de conocer la gran ciudad de la que
todo el mundo hablaba.
La ocasión del viaje era especialísima. Iban a reducir los restos de
Valdés, el marido de la tía Ricarda que hacía treinta años que se había muerto
de una cirrosis tremenda, porque le gustaba tomar de todo. Pero poco me importaba
el nombre de Valdés, porque al fin iría a Montevideo y me sacaría fotos rodeado
de las palomas en la Plaza Independencia, como era norma de la bisabuela cada
vez que iba a Montevideo, una vez cada muerte de un obispo.
Nos despidieron como si nunca fuéramos a regresar. En primera instancia,
en la Agencia de Carminatti, porque había que tomar un ómnibus tipo bañadera
para llegar a Mercedes, que era desde donde salía el tren a la mañana
siguiente. A pesar de que los kilómetros decían treinta de distancia, Mercedes
parecía estar en otro mundo. Había que encomendarse a Dios y ni locos intentar
viajar si apenas lloviznaba, porque el arroyo Pantanoso se desmadraba y no
dejaba pasar. No importa, se regresan y está..., podrían decir ustedes, pero el
caso es que si al volver el arroyo Yaguareté estaba ya crecido y tampoco daba
paso. Entonces había que quedarse dentro de la bañadera, mojándose como
pichones de gorriones en su nido un día de tormenta, aislados del resto del
mundo.
Pero ese día tuvimos suerte. Un calor que rompía termómetros, como cuando
yo los ponía a calentar junto a la bombilla eléctrica para que mamá creyera que
tenía fiebre y no me mandara a la escuela.
La madrugada siguiente fue emocionante. Cansadora, pero emocionante.
Cansadora porque me fue imposible pegar un ojo por la tremenda expectativa del
viaje en el “traca-traca”. Habían elegido ese día porque era el día del
“motocar”. Los miércoles de cada semana la larga fila de vagones era tirada
hasta Montevideo por una máquina a fuel oil en lugar de la locomotora vieja y
agotada de su trabajo de tanto tragar toneladas de carbón de piedra inglés.
Entonces, la capital estaba tres horas más cerca...
El viaje, no obstante, era una novela tentadora, para quien no hubiese
viajado antes. Les aseguro que al llegar, ya daba pánico pensar que algún día
había que regresar pasando por lo mismo. Las primeras dos horas, entre la
novelería de mirar por la ventanilla, mirar las revistas del Pato Donald que la
abuela hizo aparecer como por magia y tomar una buena taza de café con leche
con bizcochos duros resecos que daban como “desayuno”, la cosa era bastante
entretenida. El caso vino después.
Ahí me di cuenta recién porqué el abuelo Justo me decía tanto del
“traca-traca” en lugar de llamarlo tren como todo el mundo. El sonido se metía
por todos lados, retumbaba en las paredes, temblaba en las maderas polvorientas
del piso y por más ventanillas abiertas, parecería querer quedarse adentro,
ensañándose con los pasajeros. Al final, le gané al ruido. Hice dos bolitas amasando
miga de pan que me sirvieron de perfectos tapones para los oídos. Lo único que
el temblequeo del tren – que me hizo vomitar hasta lo que no tenía - lo sentía
permanentemente en el vientre, donde el estómago se movía como zapallos sueltos
dentro de un carro en movimiento.
Sin escotes, botones hasta arriba
y largo que le tapaba hasta los tobillos, el vestido de la abuela Felicia
estaba ya blanco de polvoriento. La pluma del sombrero parecía marchita y
alicaída y era un estorbo más que un adorno. Al final de cuentas, la pluma ni
llegó a Montevideo. Se la arrancó uno más inquieto que yo que iba sentado –más
bien parado- en el asiento contiguo. “Mirá que viene el guarda... ¡quedate
quieto! –le amenazaban-. Pero eso no sirvió de nada cuando después de pasar
tres veces el anciano uniformado, con un sombrero donde lucía el escudo
amarillo y azul de AFE metido hasta las orejas, pareció tan impávido que ni
papaba moscas.
Ni me pregunten del viaje. En esa tremenda odisea perdí la cuenta de las
veces que vomité, de las veces que volví a comer, del tapón de miga de pan que
se hundió en mi oído sin poderlo retirar, en las veces que pedí para ir al
baño, en la cantidad de vacas, toros, liebres, viuditas, horneros, postes de
luz, números indicadores, caballos, ranchos y perdices que conté. Ah! Y el
récord que rompí inventando cosas para jugar al “veo-veo... qué ves?... Una
cosa que empieza con m.... “ Me doy por vencida me dijo la abuela. “Mierda...
eso es! Al gurí de enfrente le cambiaron los pañales!”
Nos esperaban las tías, primos, primas y vecinos como si nuestro arribo a
Montevideo fuese un verdadero acontecimiento. Perdí la cuenta de los besuqueos
de las viejas y de los pellizcos de las primas, que me pasaban de mano en mano
y de brazo en brazo. “!Está divino! !Qué grandote! !Tiene los ojos del abuelo
Justo! Lo que tiene del abuelo es ese lunar en la mejilla, ¿se lo viste?”...
!Dios se lo guarde doña Felicia!” Y la abuela no daba abasto para sacudirse el
polvo del camino, como si hubiésemos viajado en “la dilegencia” como me contó
en uno de los tantos intentos de entretenerme durante el viaje.
En un viejo Chevrolet del año treinta llegamos a la casa de la calle
Wáshington. No fue un viaje muy largo, pero pude ver el mar. Bueno, el Río de
la Plata, que es ancho como mar. Y los paquebotes esperando para entrar al
puerto y cientos y cientos de autos en la rambla costanera y edificios altos,
muy altos...
Así era el conventillo de la calle Wáshington. Un edificio alto, un
corredor largo hasta el fondo con apartamentos a ambos lados que se elevaban
hasta el cielo, con calzoncillos y sutienes colgando de las ventanas y viejas
que se gritaban de un extremo a otro y jaulas de loros asoleándose en la
fingida claridad que mezquinamente entraba en esos recovecos de cemento.
Inevitablemente, la conversación se dirigió hacia el tema del día: la
reducción del pobre Valdés. “Ustedes vayan a jugar a afuera... Nene... andá con
las primas, esto es cosa de mayores. ¡Celeste! Comprale una Coca en el almacén
de la esquina... decile al Pedro que después se la mando a pagar...”
Mi primera desilusión. Me arrastraron a tomar la Coca-Cola a la vereda y
me quedé sin saber nada de lo de la famosa reducción. Me había hecho locas
ideas y fantasías por doquier. Lo único que tenía en claro era que después de
treinta años, había que sacar el esqueleto del pobre Valdés del cajón y
guardarlo en una caja más chica.
¿Le quedaría pelo? ¿Se haría finalmente la tía Ricarda de la dentadura de
oro que no le pudieron sacar al difunto? ¿Cómo iban a meter un esqueleto tan
grande en una “caja chica”? ¿A qué se debía tanta expectativa en torno a un
hecho así, sucedido nada menos que veinte años antes de que yo naciera? Cosas
que no tenían respuesta porque “esas eran cosas de los grandes” y a los gurises
ni soñar que nadie nos comentaba.
El resto de la tarde fue todo reiterativo. Recibir y recibir otros
parientes, otros tíos y otras primas de las que nunca jamás había tenido
noticias. El apartamento resultaba chico a la hora de pensar dónde irían a
dormir, así que nos subieron a todos, sin valijas, y nos llevaron a una chacra
en el Cerro en otro taxi Chevrolet que hacía tanto ruido como el “traca-traca”
y que se negó a subir la última cuesta.
Habíamos tantos parientes que hacía tiempo que no nos veíamos que la
ocasión resultó propicia para festejar la oportunidad. Poco les costó a los
tíos ir a la carnicería de la esquina, comprar unas tiras de asado, chorizos,
morcillas, tripas gordas rellenas, chinchulines y mollejas. El marido de la
Nenucha aportó unas latas de corned beef que se le habían pegado “sin querer”
cuando salió del frigorífico. No habían aprontado las camas para dormir –que a
eso habíamos venido- cuando todo comenzó a ser una algarabía general, con una
vitrola haciendo sonar tangos, milongas y valses, mientras el olor de la
parrillada se desparramaba impune por los techos de los ranchos vecinos.
“ ¿Conocen el nuevo baile del serrucho?. Preguntó la tía Marita. !Es
divertidísimo!” Yo tendría como ocho años pero les juro que aún me impresiona
el recuerdo de aquellas polleras atrevidamente cortas y ajustadas o mejor dicho
con demasiado cuerpo para el pobre vestido que amenazaba con reventar con las
curvas.
El “baile del serrucho” resultó “cosa de mayores” y nos mandaron a la
cocina a comer a las apuradas así podíamos irnos a dormir, dejando camino libre
para continuar con la sesión bailable. No me importó que no nos dejaron
presenciar el baile. Estaba tan cansado con la acumulación de horas de tanto
tren, que me dormí sentado en una butaca, rascándome el oído y con un choripán
a medio comer.
Lamento hasta hoy día no haber presenciado todo el asunto de la reducción
del pobre Valdés. Porque como también eso era “cosa de grandes” nos guardaron a
todos los niños en la chacra del Cerro, alejados de los pormenores. Lo cierto
es que al mediodía todo fue revuelo otra vez y era tanta la conmoción que nadie
se cuidó de comentar los detalles del suceso delante de los niños.
Cuando regresaron, algunos lloraban pero los más reían y comentaban la
visita al cementerio. Como consecuencia, la tía Ricarda había quedado recluida
con sus penas en el conventillo de la calle Wáshington.
Al llegar la hora de abrir el cajón de madera donde yacía el pobre
Valdés, -debía ser exactamente a las seis de la mañana, como si el muerto se
hubiese molestado si hubiese sido antes o después- grande fue la sorpresa al
ver que el cuerpo estaba momificado y el pobre viejo aparecía tal y cual lo
hubiesen enterrado ayer. Incluso hasta barba le había crecido. La mayoría de
las mujeres se descompusieron; algunas con desmayos, pero en general con gran
impresión. Las flores estaban marrones y hechas polvo, pero hasta la carta que
le habían cruzado entre los dedos a Valdés, estaba intacta en su papel
amarillento que aparentemente nadie se animó a leer. Los labios resecos y
duros, dicen que eran como una sonrisa macabra, que dejaba adivinar uno de los
colmillos de oro.
Los comentarios, como dije, fueron diferentes. Desde risueños hasta
macabros. Desde atrevidos hasta respetuosos. Desde irrespetuosos hasta
descarados, según los presentes hubieran conocido al tal Valdés, tan alejado de
la actualidad. Sus hijas ya eran cuarentonas o cincuentonas; algunos sobrinos
ni existían y menos los yernos.
Le echaron la culpa a que el hombre tomaba mucho y que como consecuencia
el alcohol impregnando su cuerpo había servido de agente momificador. Otros
dijeron que era culpa de los medicamentos inyectados cuando el tratamiento del
cáncer al hígado. Y otros se rieron y afirmaron que el muerto había querido
quedarse así para que no le sacaran la dentadura de oro, ni aún treinta años
después...
En honor a la pura verdad, lo expectante del momento, resultó un fiasco.
Todos quedaron molestos, algunos putearon a Valdés porque hubo que pagar la
renovación del nicho, la tía Ricarda se quedó sin su dentadura de oro con la
que pensaba pagarse unas vacaciones en Fray Bentos y para colmo tuvieron que
reponer la plaqueta de bronce que se la habían robado. Y todavía llorar como si
ese hubiese sido el día del entierro.
Las vacaciones se nos echaron a perder. La idea de la foto con las
palomitas en la Plaza Constitución, ir al zoológico de Villa Dolores y montarme
al gusano loco del Parque Rodó, todo quedó en los sueños que tantas veces me
habían quitado el sueño. Se deshicieron mis ilusiones como las flores podridas
y secas del cajón de Valdés cuando lo volvieron a tapar por treinta años más.
Así que, sentados en el andén de la Estación Central, sin despedida de
primos ni tías, sin haber conocido de Montevideo nada más que los conventillos
de la ciudad Vieja y una chacra detrás del frigorífico del Cerro, mis
vacaciones se convirtieron en la realidad de volver otra vez a la pesadilla del
regreso a Fray Bentos en el motocar. La abuela trataba de retirar, con una
horquilla del pelo el tapón de miga reseco que me había puesto en el viaje
anterior. Mientras tanto, pacientemente, me imaginaba a la prima Marita
alentando a todos para un “baile del serrucho” con asado otra vez...
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