viernes, 5 de febrero de 2016

El entierro de Valdés



El entierro de Valdés


De todos los bisnietos resulté el elegido. Viajaría, finalmente, a Montevideo para visitar a la familia de la mano de la “abuela” Felicia -en realidad mi bisabuela-  y los aprontes para la travesía eran interminables y comentados por todos. Y digo la travesía porque ir a Montevideo en aquella época en tren era una verdadera odisea de más de diez horas de traqueteo interminable. Pero eso a mí no me importaba, porque una vez por todas se cumpliría mi sueño de conocer la gran ciudad de la que todo el mundo hablaba.
La ocasión del viaje era especialísima. Iban a reducir los restos de Valdés, el marido de la tía Ricarda que hacía treinta años que se había muerto de una cirrosis tremenda, porque le gustaba tomar de todo. Pero poco me importaba el nombre de Valdés, porque al fin iría a Montevideo y me sacaría fotos rodeado de las palomas en la Plaza Independencia, como era norma de la bisabuela cada vez que iba a Montevideo, una vez cada muerte de un obispo.
Nos despidieron como si nunca fuéramos a regresar. En primera instancia, en la Agencia de Carminatti, porque había que tomar un ómnibus tipo bañadera para llegar a Mercedes, que era desde donde salía el tren a la mañana siguiente. A pesar de que los kilómetros decían treinta de distancia, Mercedes parecía estar en otro mundo. Había que encomendarse a Dios y ni locos intentar viajar si apenas lloviznaba, porque el arroyo Pantanoso se desmadraba y no dejaba pasar. No importa, se regresan y está..., podrían decir ustedes, pero el caso es que si al volver el arroyo Yaguareté estaba ya crecido y tampoco daba paso. Entonces había que quedarse dentro de la bañadera, mojándose como pichones de gorriones en su nido un día de tormenta, aislados del resto del mundo.
Pero ese día tuvimos suerte. Un calor que rompía termómetros, como cuando yo los ponía a calentar junto a la bombilla eléctrica para que mamá creyera que tenía fiebre y no me mandara a la escuela.
La madrugada siguiente fue emocionante. Cansadora, pero emocionante. Cansadora porque me fue imposible pegar un ojo por la tremenda expectativa del viaje en el “traca-traca”. Habían elegido ese día porque era el día del “motocar”. Los miércoles de cada semana la larga fila de vagones era tirada hasta Montevideo por una máquina a fuel oil en lugar de la locomotora vieja y agotada de su trabajo de tanto tragar toneladas de carbón de piedra inglés. Entonces, la capital estaba tres horas más cerca...
El viaje, no obstante, era una novela tentadora, para quien no hubiese viajado antes. Les aseguro que al llegar, ya daba pánico pensar que algún día había que regresar pasando por lo mismo. Las primeras dos horas, entre la novelería de mirar por la ventanilla, mirar las revistas del Pato Donald que la abuela hizo aparecer como por magia y tomar una buena taza de café con leche con bizcochos duros resecos que daban como “desayuno”, la cosa era bastante entretenida. El caso vino después.
Ahí me di cuenta recién porqué el abuelo Justo me decía tanto del “traca-traca” en lugar de llamarlo tren como todo el mundo. El sonido se metía por todos lados, retumbaba en las paredes, temblaba en las maderas polvorientas del piso y por más ventanillas abiertas, parecería querer quedarse adentro, ensañándose con los pasajeros. Al final, le gané al ruido. Hice dos bolitas amasando miga de pan que me sirvieron de perfectos tapones para los oídos. Lo único que el temblequeo del tren – que me hizo vomitar hasta lo que no tenía - lo sentía permanentemente en el vientre, donde el estómago se movía como zapallos sueltos dentro de un carro en movimiento.
 Sin escotes, botones hasta arriba y largo que le tapaba hasta los tobillos, el vestido de la abuela Felicia estaba ya blanco de polvoriento. La pluma del sombrero parecía marchita y alicaída y era un estorbo más que un adorno. Al final de cuentas, la pluma ni llegó a Montevideo. Se la arrancó uno más inquieto que yo que iba sentado –más bien parado- en el asiento contiguo. “Mirá que viene el guarda... ¡quedate quieto! –le amenazaban-. Pero eso no sirvió de nada cuando después de pasar tres veces el anciano uniformado, con un sombrero donde lucía el escudo amarillo y azul de AFE metido hasta las orejas, pareció tan impávido que ni papaba moscas.
Ni me pregunten del viaje. En esa tremenda odisea perdí la cuenta de las veces que vomité, de las veces que volví a comer, del tapón de miga de pan que se hundió en mi oído sin poderlo retirar, en las veces que pedí para ir al baño, en la cantidad de vacas, toros, liebres, viuditas, horneros, postes de luz, números indicadores, caballos, ranchos y perdices que conté. Ah! Y el récord que rompí inventando cosas para jugar al “veo-veo... qué ves?... Una cosa que empieza con m.... “ Me doy por vencida me dijo la abuela. “Mierda... eso es! Al gurí de enfrente le cambiaron los pañales!”
Nos esperaban las tías, primos, primas y vecinos como si nuestro arribo a Montevideo fuese un verdadero acontecimiento. Perdí la cuenta de los besuqueos de las viejas y de los pellizcos de las primas, que me pasaban de mano en mano y de brazo en brazo. “!Está divino! !Qué grandote! !Tiene los ojos del abuelo Justo! Lo que tiene del abuelo es ese lunar en la mejilla, ¿se lo viste?”... !Dios se lo guarde doña Felicia!” Y la abuela no daba abasto para sacudirse el polvo del camino, como si hubiésemos viajado en “la dilegencia” como me contó en uno de los tantos intentos de entretenerme durante el viaje.
En un viejo Chevrolet del año treinta llegamos a la casa de la calle Wáshington. No fue un viaje muy largo, pero pude ver el mar. Bueno, el Río de la Plata, que es ancho como mar. Y los paquebotes esperando para entrar al puerto y cientos y cientos de autos en la rambla costanera y edificios altos, muy altos...
Así era el conventillo de la calle Wáshington. Un edificio alto, un corredor largo hasta el fondo con apartamentos a ambos lados que se elevaban hasta el cielo, con calzoncillos y sutienes colgando de las ventanas y viejas que se gritaban de un extremo a otro y jaulas de loros asoleándose en la fingida claridad que mezquinamente entraba en esos recovecos de cemento.
Inevitablemente, la conversación se dirigió hacia el tema del día: la reducción del pobre Valdés. “Ustedes vayan a jugar a afuera... Nene... andá con las primas, esto es cosa de mayores. ¡Celeste! Comprale una Coca en el almacén de la esquina... decile al Pedro que después se la mando a pagar...”
Mi primera desilusión. Me arrastraron a tomar la Coca-Cola a la vereda y me quedé sin saber nada de lo de la famosa reducción. Me había hecho locas ideas y fantasías por doquier. Lo único que tenía en claro era que después de treinta años, había que sacar el esqueleto del pobre Valdés del cajón y guardarlo en una caja más chica.
¿Le quedaría pelo? ¿Se haría finalmente la tía Ricarda de la dentadura de oro que no le pudieron sacar al difunto? ¿Cómo iban a meter un esqueleto tan grande en una “caja chica”? ¿A qué se debía tanta expectativa en torno a un hecho así, sucedido nada menos que veinte años antes de que yo naciera? Cosas que no tenían respuesta porque “esas eran cosas de los grandes” y a los gurises ni soñar que nadie nos comentaba.
El resto de la tarde fue todo reiterativo. Recibir y recibir otros parientes, otros tíos y otras primas de las que nunca jamás había tenido noticias. El apartamento resultaba chico a la hora de pensar dónde irían a dormir, así que nos subieron a todos, sin valijas, y nos llevaron a una chacra en el Cerro en otro taxi Chevrolet que hacía tanto ruido como el “traca-traca” y que se negó a subir la última cuesta.
Habíamos tantos parientes que hacía tiempo que no nos veíamos que la ocasión resultó propicia para festejar la oportunidad. Poco les costó a los tíos ir a la carnicería de la esquina, comprar unas tiras de asado, chorizos, morcillas, tripas gordas rellenas, chinchulines y mollejas. El marido de la Nenucha aportó unas latas de corned beef que se le habían pegado “sin querer” cuando salió del frigorífico. No habían aprontado las camas para dormir –que a eso habíamos venido- cuando todo comenzó a ser una algarabía general, con una vitrola haciendo sonar tangos, milongas y valses, mientras el olor de la parrillada se desparramaba impune por los techos de los ranchos vecinos.
“ ¿Conocen el nuevo baile del serrucho?. Preguntó la tía Marita. !Es divertidísimo!” Yo tendría como ocho años pero les juro que aún me impresiona el recuerdo de aquellas polleras atrevidamente cortas y ajustadas o mejor dicho con demasiado cuerpo para el pobre vestido que amenazaba con reventar con las curvas.
El “baile del serrucho” resultó “cosa de mayores” y nos mandaron a la cocina a comer a las apuradas así podíamos irnos a dormir, dejando camino libre para continuar con la sesión bailable. No me importó que no nos dejaron presenciar el baile. Estaba tan cansado con la acumulación de horas de tanto tren, que me dormí sentado en una butaca, rascándome el oído y con un choripán a medio comer.
Lamento hasta hoy día no haber presenciado todo el asunto de la reducción del pobre Valdés. Porque como también eso era “cosa de grandes” nos guardaron a todos los niños en la chacra del Cerro, alejados de los pormenores. Lo cierto es que al mediodía todo fue revuelo otra vez y era tanta la conmoción que nadie se cuidó de comentar los detalles del suceso delante de los niños.
Cuando regresaron, algunos lloraban pero los más reían y comentaban la visita al cementerio. Como consecuencia, la tía Ricarda había quedado recluida con sus penas en el conventillo de la calle Wáshington.
Al llegar la hora de abrir el cajón de madera donde yacía el pobre Valdés, -debía ser exactamente a las seis de la mañana, como si el muerto se hubiese molestado si hubiese sido antes o después- grande fue la sorpresa al ver que el cuerpo estaba momificado y el pobre viejo aparecía tal y cual lo hubiesen enterrado ayer. Incluso hasta barba le había crecido. La mayoría de las mujeres se descompusieron; algunas con desmayos, pero en general con gran impresión. Las flores estaban marrones y hechas polvo, pero hasta la carta que le habían cruzado entre los dedos a Valdés, estaba intacta en su papel amarillento que aparentemente nadie se animó a leer. Los labios resecos y duros, dicen que eran como una sonrisa macabra, que dejaba adivinar uno de los colmillos de oro.
Los comentarios, como dije, fueron diferentes. Desde risueños hasta macabros. Desde atrevidos hasta respetuosos. Desde irrespetuosos hasta descarados, según los presentes hubieran conocido al tal Valdés, tan alejado de la actualidad. Sus hijas ya eran cuarentonas o cincuentonas; algunos sobrinos ni existían y menos los yernos.
Le echaron la culpa a que el hombre tomaba mucho y que como consecuencia el alcohol impregnando su cuerpo había servido de agente momificador. Otros dijeron que era culpa de los medicamentos inyectados cuando el tratamiento del cáncer al hígado. Y otros se rieron y afirmaron que el muerto había querido quedarse así para que no le sacaran la dentadura de oro, ni aún treinta años después...
En honor a la pura verdad, lo expectante del momento, resultó un fiasco. Todos quedaron molestos, algunos putearon a Valdés porque hubo que pagar la renovación del nicho, la tía Ricarda se quedó sin su dentadura de oro con la que pensaba pagarse unas vacaciones en Fray Bentos y para colmo tuvieron que reponer la plaqueta de bronce que se la habían robado. Y todavía llorar como si ese hubiese sido el día del entierro.
Las vacaciones se nos echaron a perder. La idea de la foto con las palomitas en la Plaza Constitución, ir al zoológico de Villa Dolores y montarme al gusano loco del Parque Rodó, todo quedó en los sueños que tantas veces me habían quitado el sueño. Se deshicieron mis ilusiones como las flores podridas y secas del cajón de Valdés cuando lo volvieron a tapar por treinta años más.
Así que, sentados en el andén de la Estación Central, sin despedida de primos ni tías, sin haber conocido de Montevideo nada más que los conventillos de la ciudad Vieja y una chacra detrás del frigorífico del Cerro, mis vacaciones se convirtieron en la realidad de volver otra vez a la pesadilla del regreso a Fray Bentos en el motocar. La abuela trataba de retirar, con una horquilla del pelo el tapón de miga reseco que me había puesto en el viaje anterior. Mientras tanto, pacientemente, me imaginaba a la prima Marita alentando a todos para un “baile del serrucho” con asado otra vez...






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