viernes, 5 de febrero de 2016

El entierro de Valdés



El entierro de Valdés


De todos los bisnietos resulté el elegido. Viajaría, finalmente, a Montevideo para visitar a la familia de la mano de la “abuela” Felicia -en realidad mi bisabuela-  y los aprontes para la travesía eran interminables y comentados por todos. Y digo la travesía porque ir a Montevideo en aquella época en tren era una verdadera odisea de más de diez horas de traqueteo interminable. Pero eso a mí no me importaba, porque una vez por todas se cumpliría mi sueño de conocer la gran ciudad de la que todo el mundo hablaba.
La ocasión del viaje era especialísima. Iban a reducir los restos de Valdés, el marido de la tía Ricarda que hacía treinta años que se había muerto de una cirrosis tremenda, porque le gustaba tomar de todo. Pero poco me importaba el nombre de Valdés, porque al fin iría a Montevideo y me sacaría fotos rodeado de las palomas en la Plaza Independencia, como era norma de la bisabuela cada vez que iba a Montevideo, una vez cada muerte de un obispo.
Nos despidieron como si nunca fuéramos a regresar. En primera instancia, en la Agencia de Carminatti, porque había que tomar un ómnibus tipo bañadera para llegar a Mercedes, que era desde donde salía el tren a la mañana siguiente. A pesar de que los kilómetros decían treinta de distancia, Mercedes parecía estar en otro mundo. Había que encomendarse a Dios y ni locos intentar viajar si apenas lloviznaba, porque el arroyo Pantanoso se desmadraba y no dejaba pasar. No importa, se regresan y está..., podrían decir ustedes, pero el caso es que si al volver el arroyo Yaguareté estaba ya crecido y tampoco daba paso. Entonces había que quedarse dentro de la bañadera, mojándose como pichones de gorriones en su nido un día de tormenta, aislados del resto del mundo.
Pero ese día tuvimos suerte. Un calor que rompía termómetros, como cuando yo los ponía a calentar junto a la bombilla eléctrica para que mamá creyera que tenía fiebre y no me mandara a la escuela.
La madrugada siguiente fue emocionante. Cansadora, pero emocionante. Cansadora porque me fue imposible pegar un ojo por la tremenda expectativa del viaje en el “traca-traca”. Habían elegido ese día porque era el día del “motocar”. Los miércoles de cada semana la larga fila de vagones era tirada hasta Montevideo por una máquina a fuel oil en lugar de la locomotora vieja y agotada de su trabajo de tanto tragar toneladas de carbón de piedra inglés. Entonces, la capital estaba tres horas más cerca...
El viaje, no obstante, era una novela tentadora, para quien no hubiese viajado antes. Les aseguro que al llegar, ya daba pánico pensar que algún día había que regresar pasando por lo mismo. Las primeras dos horas, entre la novelería de mirar por la ventanilla, mirar las revistas del Pato Donald que la abuela hizo aparecer como por magia y tomar una buena taza de café con leche con bizcochos duros resecos que daban como “desayuno”, la cosa era bastante entretenida. El caso vino después.
Ahí me di cuenta recién porqué el abuelo Justo me decía tanto del “traca-traca” en lugar de llamarlo tren como todo el mundo. El sonido se metía por todos lados, retumbaba en las paredes, temblaba en las maderas polvorientas del piso y por más ventanillas abiertas, parecería querer quedarse adentro, ensañándose con los pasajeros. Al final, le gané al ruido. Hice dos bolitas amasando miga de pan que me sirvieron de perfectos tapones para los oídos. Lo único que el temblequeo del tren – que me hizo vomitar hasta lo que no tenía - lo sentía permanentemente en el vientre, donde el estómago se movía como zapallos sueltos dentro de un carro en movimiento.
 Sin escotes, botones hasta arriba y largo que le tapaba hasta los tobillos, el vestido de la abuela Felicia estaba ya blanco de polvoriento. La pluma del sombrero parecía marchita y alicaída y era un estorbo más que un adorno. Al final de cuentas, la pluma ni llegó a Montevideo. Se la arrancó uno más inquieto que yo que iba sentado –más bien parado- en el asiento contiguo. “Mirá que viene el guarda... ¡quedate quieto! –le amenazaban-. Pero eso no sirvió de nada cuando después de pasar tres veces el anciano uniformado, con un sombrero donde lucía el escudo amarillo y azul de AFE metido hasta las orejas, pareció tan impávido que ni papaba moscas.
Ni me pregunten del viaje. En esa tremenda odisea perdí la cuenta de las veces que vomité, de las veces que volví a comer, del tapón de miga de pan que se hundió en mi oído sin poderlo retirar, en las veces que pedí para ir al baño, en la cantidad de vacas, toros, liebres, viuditas, horneros, postes de luz, números indicadores, caballos, ranchos y perdices que conté. Ah! Y el récord que rompí inventando cosas para jugar al “veo-veo... qué ves?... Una cosa que empieza con m.... “ Me doy por vencida me dijo la abuela. “Mierda... eso es! Al gurí de enfrente le cambiaron los pañales!”
Nos esperaban las tías, primos, primas y vecinos como si nuestro arribo a Montevideo fuese un verdadero acontecimiento. Perdí la cuenta de los besuqueos de las viejas y de los pellizcos de las primas, que me pasaban de mano en mano y de brazo en brazo. “!Está divino! !Qué grandote! !Tiene los ojos del abuelo Justo! Lo que tiene del abuelo es ese lunar en la mejilla, ¿se lo viste?”... !Dios se lo guarde doña Felicia!” Y la abuela no daba abasto para sacudirse el polvo del camino, como si hubiésemos viajado en “la dilegencia” como me contó en uno de los tantos intentos de entretenerme durante el viaje.
En un viejo Chevrolet del año treinta llegamos a la casa de la calle Wáshington. No fue un viaje muy largo, pero pude ver el mar. Bueno, el Río de la Plata, que es ancho como mar. Y los paquebotes esperando para entrar al puerto y cientos y cientos de autos en la rambla costanera y edificios altos, muy altos...
Así era el conventillo de la calle Wáshington. Un edificio alto, un corredor largo hasta el fondo con apartamentos a ambos lados que se elevaban hasta el cielo, con calzoncillos y sutienes colgando de las ventanas y viejas que se gritaban de un extremo a otro y jaulas de loros asoleándose en la fingida claridad que mezquinamente entraba en esos recovecos de cemento.
Inevitablemente, la conversación se dirigió hacia el tema del día: la reducción del pobre Valdés. “Ustedes vayan a jugar a afuera... Nene... andá con las primas, esto es cosa de mayores. ¡Celeste! Comprale una Coca en el almacén de la esquina... decile al Pedro que después se la mando a pagar...”
Mi primera desilusión. Me arrastraron a tomar la Coca-Cola a la vereda y me quedé sin saber nada de lo de la famosa reducción. Me había hecho locas ideas y fantasías por doquier. Lo único que tenía en claro era que después de treinta años, había que sacar el esqueleto del pobre Valdés del cajón y guardarlo en una caja más chica.
¿Le quedaría pelo? ¿Se haría finalmente la tía Ricarda de la dentadura de oro que no le pudieron sacar al difunto? ¿Cómo iban a meter un esqueleto tan grande en una “caja chica”? ¿A qué se debía tanta expectativa en torno a un hecho así, sucedido nada menos que veinte años antes de que yo naciera? Cosas que no tenían respuesta porque “esas eran cosas de los grandes” y a los gurises ni soñar que nadie nos comentaba.
El resto de la tarde fue todo reiterativo. Recibir y recibir otros parientes, otros tíos y otras primas de las que nunca jamás había tenido noticias. El apartamento resultaba chico a la hora de pensar dónde irían a dormir, así que nos subieron a todos, sin valijas, y nos llevaron a una chacra en el Cerro en otro taxi Chevrolet que hacía tanto ruido como el “traca-traca” y que se negó a subir la última cuesta.
Habíamos tantos parientes que hacía tiempo que no nos veíamos que la ocasión resultó propicia para festejar la oportunidad. Poco les costó a los tíos ir a la carnicería de la esquina, comprar unas tiras de asado, chorizos, morcillas, tripas gordas rellenas, chinchulines y mollejas. El marido de la Nenucha aportó unas latas de corned beef que se le habían pegado “sin querer” cuando salió del frigorífico. No habían aprontado las camas para dormir –que a eso habíamos venido- cuando todo comenzó a ser una algarabía general, con una vitrola haciendo sonar tangos, milongas y valses, mientras el olor de la parrillada se desparramaba impune por los techos de los ranchos vecinos.
“ ¿Conocen el nuevo baile del serrucho?. Preguntó la tía Marita. !Es divertidísimo!” Yo tendría como ocho años pero les juro que aún me impresiona el recuerdo de aquellas polleras atrevidamente cortas y ajustadas o mejor dicho con demasiado cuerpo para el pobre vestido que amenazaba con reventar con las curvas.
El “baile del serrucho” resultó “cosa de mayores” y nos mandaron a la cocina a comer a las apuradas así podíamos irnos a dormir, dejando camino libre para continuar con la sesión bailable. No me importó que no nos dejaron presenciar el baile. Estaba tan cansado con la acumulación de horas de tanto tren, que me dormí sentado en una butaca, rascándome el oído y con un choripán a medio comer.
Lamento hasta hoy día no haber presenciado todo el asunto de la reducción del pobre Valdés. Porque como también eso era “cosa de grandes” nos guardaron a todos los niños en la chacra del Cerro, alejados de los pormenores. Lo cierto es que al mediodía todo fue revuelo otra vez y era tanta la conmoción que nadie se cuidó de comentar los detalles del suceso delante de los niños.
Cuando regresaron, algunos lloraban pero los más reían y comentaban la visita al cementerio. Como consecuencia, la tía Ricarda había quedado recluida con sus penas en el conventillo de la calle Wáshington.
Al llegar la hora de abrir el cajón de madera donde yacía el pobre Valdés, -debía ser exactamente a las seis de la mañana, como si el muerto se hubiese molestado si hubiese sido antes o después- grande fue la sorpresa al ver que el cuerpo estaba momificado y el pobre viejo aparecía tal y cual lo hubiesen enterrado ayer. Incluso hasta barba le había crecido. La mayoría de las mujeres se descompusieron; algunas con desmayos, pero en general con gran impresión. Las flores estaban marrones y hechas polvo, pero hasta la carta que le habían cruzado entre los dedos a Valdés, estaba intacta en su papel amarillento que aparentemente nadie se animó a leer. Los labios resecos y duros, dicen que eran como una sonrisa macabra, que dejaba adivinar uno de los colmillos de oro.
Los comentarios, como dije, fueron diferentes. Desde risueños hasta macabros. Desde atrevidos hasta respetuosos. Desde irrespetuosos hasta descarados, según los presentes hubieran conocido al tal Valdés, tan alejado de la actualidad. Sus hijas ya eran cuarentonas o cincuentonas; algunos sobrinos ni existían y menos los yernos.
Le echaron la culpa a que el hombre tomaba mucho y que como consecuencia el alcohol impregnando su cuerpo había servido de agente momificador. Otros dijeron que era culpa de los medicamentos inyectados cuando el tratamiento del cáncer al hígado. Y otros se rieron y afirmaron que el muerto había querido quedarse así para que no le sacaran la dentadura de oro, ni aún treinta años después...
En honor a la pura verdad, lo expectante del momento, resultó un fiasco. Todos quedaron molestos, algunos putearon a Valdés porque hubo que pagar la renovación del nicho, la tía Ricarda se quedó sin su dentadura de oro con la que pensaba pagarse unas vacaciones en Fray Bentos y para colmo tuvieron que reponer la plaqueta de bronce que se la habían robado. Y todavía llorar como si ese hubiese sido el día del entierro.
Las vacaciones se nos echaron a perder. La idea de la foto con las palomitas en la Plaza Constitución, ir al zoológico de Villa Dolores y montarme al gusano loco del Parque Rodó, todo quedó en los sueños que tantas veces me habían quitado el sueño. Se deshicieron mis ilusiones como las flores podridas y secas del cajón de Valdés cuando lo volvieron a tapar por treinta años más.
Así que, sentados en el andén de la Estación Central, sin despedida de primos ni tías, sin haber conocido de Montevideo nada más que los conventillos de la ciudad Vieja y una chacra detrás del frigorífico del Cerro, mis vacaciones se convirtieron en la realidad de volver otra vez a la pesadilla del regreso a Fray Bentos en el motocar. La abuela trataba de retirar, con una horquilla del pelo el tapón de miga reseco que me había puesto en el viaje anterior. Mientras tanto, pacientemente, me imaginaba a la prima Marita alentando a todos para un “baile del serrucho” con asado otra vez...






domingo, 8 de marzo de 2015


LA MUJER QUE PEGABA ETIQUETAS.

No encuentro mejor homenaje a las mujeres en su día que escribir sobre una anécdota que me contó una de ellas, obrera en el viejo ANGLO, cuando pegaban etiquetas en las latas de corned beef. No precisamente el nombre de esa mujer es lo que importa (no es la de la foto, por las dudas). Quiero traer simplemente la presencia del ser humano a la actividad industrial y más precisamente acordarme de esas mujeres que a la par del hombre, participaron de la tarea que tanto renombre le dio a Fray Bentos. En aquellos años trágicos para otros países del mundo, en nuestra ciudad miles de trabajadores/as participaban de todo este conflicto en la inefable tarea de preparar comida para los soldados y para la población civil que no podía producir.

Miles de latas de conserva de carne, el tradicional "corned beef" salía por el puerto del Anglo en la panza de aquellos barcos lúgubres porque generalmente estaban pintados de colores oscuros para mimetizarse en las aguas del océano y no ser detectados por los submarinos U-2 de los nazis que deseaban darles caza para cortar el suministro. Así, nuestro producto, el mugido de nuestras vacas, el pasto tierno que recibía el maravilloso sol de Uruguay y el trabajo de nuestra gente, llegaba a los recónditos lugares donde muchos no sabían si terminarían su jornada.



Soldado ruso abriendo una lata de corned beef de la marca "Fray Bentos"

Pero lo más sentido, al menos lo que a mí me causó una explosión de humanidad,  de comprensión de lo que nuestra gente al lado de la máquina haciéndolas producir, fue una breve anécdota de una de esas fraybentinas. Una mujer. Una obrera que sacrificaba sus horas del día mitad o más en la fábrica y el resto con su familia y que me contó con la mayor sinceridad que ella y sus compañeras les escribían mensajes a los soldados al dorso de las etiquetas. Aliento espiritual y comida. Más completa no podía ser esa lata de carne uruguaya.
Una muestra de lo que siento por vos, mujer, sin importar si sos abuela, madre o hija, sino simplemente un ser humano excepcional que nunca despega su pensamiento de aquellos que sufren y siempre se pasa imaginando de qué forma nos va  alentar, a ayudar y a amar.
Por eso... simplemente por eso me acordé de esa anécdota.
Muchas veces pensé y también me lo han preguntado. ¿ Y los soldados leyeron esos mensajes? Para mí eso no es significativo. Al menos no tanto como esa expresión de amor sin fronteras que tienen las mujeres que piensan siempre con el corazón y no con la vista. No precisan estar viendo o mirando para saber que alguien está necesitando de ella, de su consuelo, de su fortalecimiento, de su sonrisa y de la paz que siempre regala con una sola mirada...





sábado, 7 de marzo de 2015

La historia contada.


Cuando comencé a trabajar en el armado del libro de historia de mi ciudad, pensé que en determinado momento (1989) ya tenía absolutamente todo lo importante que estaba a disposición en la comunidad respecto al pasaje de los años en una ciudad relativamente nueva, pero rica en acontecimientos. Gran equivocación!!! Por suerte no obtuve aportes en dinero para imprimir mi libro, porque en pocos meses más iba a quedar desilusionado y rabioso si lo hubiera concretado...
En efecto, en diciembre de 1989 tuve la oportunidad de una beca para ir a estudiar idioma alemán al Goethe Institut  en Munich, con tiempo como para hacer investigaciones y buscar información sobre mi ciudad.
Alemania me sorprendió durante algunas de las semanas más trascendentes y revolucionarias de su historia moderna: se había tirado abajo la ignominiosa pared antidemocrtática llamada "el muro de Berlín". No sólo ví los cambios sociales (que comentaré en otra oportunidad), sino que pude ver a "mi Fray Bentos" desde la óptica de quienes habían comido los alimentos allí producidos y sobre todo, admirar el impacto que ello causó en la gente, modificando o aportando a cambiar no poca cosa de la historia de la Europa de la modernidad.
Regresé a Uruguay con tanta y tan revolucionara información inédita y mucha de ella desconocida, que debí recomenzar la escritura de mi "libro de historia de Fray Bentos".  
Hoy lo miro con la perspectiva de todos esos años pasados y me alegro de haber sido partícipe en esa hermosa tarea de buscar, ver y recopilar las historias de vida de Fray Bentos y haberme convertido en cierta forma en su intérprete para mi gente.
En efecto, hoy, con dos libros sobre el mismo tema, escucho los comentarios de quienes han comprado o leído el libro último y que se maravillan de una visión totalmente desconocida, con datos, detalles, personas y personajes, historias y anécdotas que parecen inventadas (aunque, evidentemente, están realmente basadas en hechos verídicos y documentados).
Y detrás de todo esto, el deseo de que cuantos más lean este libro, mejor.... no por su venta sino porque el patrimonio  Fray Bentos cobrará nuevos adeptos y entusiastas, entre (ojalá así sea!!!) se reafirmen vocaciones para investigadores nuevos, historiadores y docentes que lleven a sus aulas con entusiasmo la historia de una ciudad que puede sentirse orgullosa de todo lo que tiene para contar...

(Como autor, te pido que compartas esto, no para acumular "Me gusta" sino para hacer más y mejor conocida tu propia historia). 






HACE COMO 40 AÑOS.
Esta foto es de 1975, poco antes de noviembre, cuando entraba en culminación de la obra del Puente San Martín. Todo era expectativa, sobre todo si esa parte del puente que parecía tan "finita" lograría soportar el paso constante de los vehículos. El Ingeniero Ponce Delgado propinó con la experiencia un fuerte mentís a quienes eran agoreros y decían que se rompía... Durante 48 horas estuvieron estacionados no dos camiones cargados (como se supone es lo normal cuando se cruzan dos vehículos de porte en el centro del puente), sino decenas de camiones sumando cientos de toneladas que demostraron como estoicamente la estructura aguantó incólume.
Pero cuarenta años es un período prudencial como para preguntarnos los uruguayos a ver si el puente "sirvió" para algo. Escudándose en el Mercosur, miles de camiones mensualmente lo pasan en uno y otro sentido y parece que nadie valora que esto acorta extremadamente las distancias y hace ganar mucho a los interesados en el transporte de mercaderías. Pero a mi manera de ver, "sólo los vemos pasar" y quisiera como tanto, una respuesta sincera a ver de qué forma se logra ver un "resultado" de esta obra.
El intercambio turístico es otra cosa. La apetencia de los recursos uruguayos (tranquilidad, paz, organización, playas, etc.) ha hecho que se aumente considerablemente el ingreso de extranjeros, sobre todo argentinos, que han ido rompiendo récords todos los años.
Pero... para nosotros, los rionegrenses, propietarios del famoso y estratégico enclave donde se construyó la obra, esto se verifica en cambios importantes a 40 años de la presencia del puente?
Debo responder con opinión propia, porque otros pueden opinar diferente, pero estimo que no tenemos mucho de qué vanagloriarnos o entusiasmarnos con la actividad del puente. Cada vez menos participamos de emprendimientos que solían aprovechar el movimiento en este punto. 
Ni siquiera hablan de nosotros, como ciudad, a pesar que la gente ya lo nombra  "el puente de Fray Bentos". Menos de un 1% de turistas de los que pasan vienen a  ciudad y muchos de los que hace 40 años que pasan por allí para ir al sur y al este, confiesan que "nunca" entraron a Fray Bentos.
Quizá sí hablaron de nosotros cuando el famoso "corte" de cuatro años de aquellos que enceguecidos por otros intereses que nada tienen que ver con la defensa zona o regional del medio ambiente, mantuvieron en vilo a la sociedad toda y sembraron cizaña y odio, incomprensión y separatismo entre dos sociedades que se llamaban a sí mismas "hermanas".
Creo que es un debe muy grande para la sociedad local trabajar en revertir estas situaciones, aunque, como decía mi abuela, "para estar casados se necesitan dos"...
De cualquier manera, mirando el Puente como hecho histórico, los uruguayos (léase comunidad política) deberían sacar un provecho muchísimo mayor a un extraordinario recurso no utilizado totalmente para el progreso, la profesionalidad de la "integración" y el tan manido tema de la "hermandad" entre uruguayos y argentinos....

lunes, 16 de diciembre de 2013

La Plaza de los Suspiros

René Boretto
La plaza de los suspiros



La PLAZA DE LOS SUSPIROS, se encontraba a la entrada del sector fabril del saladero liebig´s de Fray Bentos. Un lugar de concentración de gente, principalmente obreros, los niños vianderos que le llevaban comida a sus padres; vendedores ambulantes y congregaciones espontáneas de inmigrantes. Ambiente heterogéneo, lleno de olores y sabores, de idiomas mezclados y de encuentro de todo tipo de intereses, porque era como un pequeño mercado en día domingo, donde gente y gentuza se confundían en las modestas vestimentas de la gente de trabajo.

Pocos pudieran imaginar si no la conocían o acaso entender si la veían por primera vez, cómo en tan diminuto espacio, debajo de sólo un gran palo borracho centenario, podía generarse un tan complejo mundillo que le resultaba poco menos que imprescindible a la vida social del saladero.

Allí también se juntaban hombres y mujeres, imberbes los más, esperando para hacer la cola que les llevaría en ruidosa y conversadora muchedumbre, al lugar donde se contrataba los peones que se necesitaban diariamente.

Casi en la sima de las altas barrancas que poco más allá se despeñaban frente al río Uruguay, era de los primeros sitios en recibir las luces de la alborada, así como la cansina lumbre de los ocasos con el sol muriendo entre las islas de la costa argentina. También lugar ideal para mirar todo el panorama de la Liebig´s. Hacia el oriente, las casuchas casi insignificantes de Villa Independencia y más acá, la no tan diferente ranchada donde se alojaban los peones. Los cuartos de solteros, largos ranchos a dos aguas como los de las fazendas brasileñas, marcaban el suelo como cicatrices finamente esgrafiadas en la tosca amarillenta y los caminos, desperfectos y sinuosos, relacionaban todas las casas con una telaraña blanquecina.

Los mugidos plañideros, era imposible no escucharlos. Quizá por lo continuos y omnipresentes, resultasen inaudibles para algunos, pero era solamente por la costumbre de tenerlos siempre metidos en los oídos. Los bretes donde el ganado se amontonaba esperando el degüello, diseminaban por doquier el quejido multisecular de miles de ellos, como un insistente pedido de clemencia. Pero no. Estaban destinados a convertirse en toneladas de extracto de carne y con suerte, en el corned beef salitroso que una pequeña llave de metal abriría como esperanza alimenticia para los condenados a muerte en las trincheras europeas.

Los pitazos de los barcos también formaban parte de todo este paisaje. No obstante el puerto estaba un medio kilómetro más allá, cuando se aquietaban los murmullos, a la siesta o a la nochecita, reverberaban como un ulular misterioso estos ruidos que gritaban los nombres de misteriosos países hacia donde salían los cargamentos. Casi siempre por la noche, cuando eran más audibles, los cansinos campanazos de un trozo de metal colgando cual si fueran los borreones de los toros secándose a la intemperie, tañían urgiendo a los obreros que fuesen de inmediato hacia el puerto donde los veleros, queches y balandras recién arribadas esperaban parir la sal traída de España o el carbón de piedra escocés.

La plaza de los suspiros, realmente, suspiraba de continuo. Era como si el fermento de la gente reunida despidiese un gas invisible de levadura creciendo. Era, digámoslo sin vergüenza, el músculo que hacía latir ese corazón intangible.

Porque allí adentro, en la fábrica, la “playa” donde se mataban los animales, las enormes máquinas donde se molía y se cocinaba la carne, los evaporadores donde se hacía el extracto y hasta los montones gigantescos de guano cual pirámides, nunca hubiesen estado ahí si no hubiese sido por el hálito, por ese ruidoso ronquido del ser humano que le insuflaba, con sus miles de componentes, la fuerza de cambio necesaria para que los cansinos novillos que llegaban desde las estancias arriados por centenares, pasaran a convertirse en tintineantes libras esterlinas que forma de productos se iban al extranjero.

Casi nadie hablaba de eso, ni en la Plaza de los Suspiros ni cuando estaban trabajando. La simpleza de la fuerza bruta era domeñada por simples mentes de trabajadores que vivían el día a día, imbuidos cada quien en su tarea, con los brazos metidos hasta los codos en las tripas humeantes de los bichos o resbalando descalzos en la sangre negra coagulada que – ni siquiera eso – se despreciaba, porque un caño en el piso la tragaba haciendo espuma rosada para dirigirla al galpón de los fertilizantes.

Quizá en algún momento alguien, tratando de no levantar sospechas, convirtiera lo que parecía una amena charla en grupo en un llamado a la rebelión y reclamo, en aras del socialismo recién ingresado al país.

Un templo al aire libre para la democracia. Un “ágora” ateniense o si se quiere un “forum mágnum” en pequeño. Quizá allí no se decidiera nada porque en este ámbito, todo giraba en torno a la actividad ya estructurada de la empresa, gigantesco aprovechamiento de la creación de Fauno, dios de los campos y los pastores, promotor de la cría del ganado. Pero el reducido espacio, como poniendo un tapón a la entrada principal al establecimiento, raramente dejaba de tener su jolgorio especial, aún en las noches, cuando prostitutas y timberos aprovechaban los juegos de la “taba”, tan comunes entre los gauchos, troperos, peones y vecinos despistados que se acercaban a la lumbre minimal de algún farol alimentado a aceite de pata.

Hoy, no han pasado ni veinte años de aquel recuerdo de la Plaza de los Suspiros. Aún me acuerdo, no vagamente por cierto, de mi primer beso comprado entre las faldas de una china fogosa, cuando sin querer queriéndolo, dejé de ser un imberbe gurí criado en la Villa, atiborrada mi mente por los prejuicios y recatos de una familia pueblerina.

Hoy la Plaza de los Suspiros, no existe. Al menos como era, con su mezcolanza de ruidos y de olores. De toscos búlgaros que se reunían entre ellos mismos para masticar pan con ajo y cebolla como único reemplazo de las fuerzas perdidas en el turno anterior y como sostén para las azarosas horas que vendrían.

Pero veo, no sin extrañeza y maravillado, cómo cosas que hoy existen se amasaron y leudaron en aquel ambiente pletórico de risas, esperanzas y comunión de gentes. La primera sociedad de socorros mutuos, hoy frente a la plaza principal con su edificio nuevecito, nació precisamente por obra de cuatro gatos locos filosofando sobre cómo llevar a la vida profana la filosofía que masones franceses e italianos habían traído en sus valijas.

El primer club de “fóbal”, en los primeros años del 900, se conversó acá y salió al campo de juego con una camiseta a rayas blancas y rojas.

Las mujeres de los masones y las esposas de los trabajadores, todas juntas, recuerdo, venían a este lugar a pedir donaciones para mandar a los campos donde blancos y colorados jugaban a la guerra de las divisas.

Los planes para las “romerías” de diciembre y los cuentos y recuerdos de la fiesta, tenían a la plazoleta como una pizarra donde se escribía la historia de un pueblo trabajador, dicharachero y cosmopolita.

Y no precisamente la Plaza de los Suspiros se terminó y se borró en las nieblas del tiempo porque no siguiese habiendo la misma gente, con sus inquietudes, sus temores, sus sueños y sus cansancios de mil animales faenados por jornada. Se murió porque no era compatible aquel jolgorio desorganizado y pueblerino, con el Social Club de los ingleses. Ubicado enfrente mismo del predio donde estaba la Plaza, el club reunía a los jerarcas del frigorífico. Ahora, la era de la carne enfriada había cambiado radicalmente las costumbres. Los “gringos” tenían su propia cancha de golf y se reunían a disfrutar sus horas de ocio en lo que los paisanos comenzaron a llamarle “el chupping”. Así como suena. “Chupp” de “chupar, de tomar o beber. Y el “ing” tal propio del idioma inglés, porque ese espacio estaba reservado exclusivamente para ellos.

Aún queda, eso sí, el enorme palo borracho que año a año hace caer sus miles de flores rosadas, formando un tapiz mágico que se seca impoluto, sin ser pisoteado por aquella muchedumbre obrera que encontraba en este lugar, el corto suspiro entre dos emociones: el largo día que había pasado y la cansadora jornada que quedaba para vivir mañana…

miércoles, 20 de febrero de 2013


El ultimo viaje
(Cuento de René Boretto)

Estaba recién inaugurada la línea del ferrocarril entre Algorta y Fray Bentos. Eran los primeros años del siglo y los ramales se extendían diariamente, desparramando una telaraña de rieles que tapizaban los campos otrora limpios y plenos de verdor.
La “moderna” máquina alemana de 1898 hacía esfuerzos livianos porque el ramal corría por encima de la cuchilla de Haedo y raramente se encontraba con pendientes difíciles. Desde los campos agrestes llenos de piedras hasta las barrancas coloradas, añosas e imponentes que desafían al Río Uruguay desde hace milenios. Tres veces por semana. Todas las semanas del año.
El principal motivador de estos viajes era el saladero Liebig. En esos días de 1915 se trabajaba fuerte por aquello de la guerra en la Europa, sabe? Y el ferrocarril Middland era el principal medio de transporte, porque los caminos eran en su mayoría intransitables. Los trescientos kilómetros desde Fray Bentos hasta la capital, Montevideo, requerían de una semana, tal como si se continuara aquella época de diligencias que debían renovar caballos frescos cada cinco leguas. Los arroyos, crecidos, no necesitaban de las lluvias del invierno para salirse de madre y cortar reiteradamente las carreteras que muchas veces eran caminos, si no senderos, vergonzosos por no poder cumplir con su cometido de comunicar a los pueblos.
Entonces el ferrocarril era el dueño de todas las situaciones. Era el preferido de los estancieros para hacer llegar a los saladeros o para despachar desde los puertos, las exportaciones para la hambrienta Europa que se desangraba en la inútil guerra. Como contrapartida, quienes podían, escapaban de las masacres y de la intimidación del suceso y lograban cruzar los océanos para buscar la tranquilidad y la paz de la mano del trabajo rural.
También los lentos pero seguros vagones eran los preferidos por los gallegos, por los italianos, por los piamonteses y por los búlgaros que abarrotaban los puertos con sus esperanzas recién depositadas en suelo uruguayo. “Hacer l´América” como dirían los itálicos. Y se encaminaban en largas filas desde los galpones de la Oficina de Inmigración hasta la Estación Central, en Montevideo, para diseminarse atiborrando trenes por los campos orientales en busca de la tierra prometida.
Y allá fui también yo a parar, como fiel perro que soy, siguiendo por instinto a un grupo de inmigrantes que se esforzaba por comunicarse en sus nativos acentos, encontrando la solución en el compañerismo y apoyo mutuo, rodeando fogones en las frías noches, esperando en la descampada Estación Young que alguien les diera un “conchabo”.
Young había comenzado a poblarse como la mayoría de los pueblos uruguayos: al lado de la estación del Middland, forzando la creciente población la instalación de una escuela y de una consabida pulpería donde se juntaba toda la peonada de los alrededores para departir amenas tertulias, crear ruidosos campeonatos de truco o llenar los patios traseros de polvo levantado por los bailes de rancheras y chamameses correntinos donde chinas y peones encontraban su compañía mutua.
Trabajo había de sobra, por cuanto los estancieros llenaban vagones, uno tras otro, de animales para el saladero Liebig, sobre las costas del río Uruguay y allí iban a parar esos europeos cansados de tanto sufrimiento y atiborrados de esperanzas, a ver si podían cumplir el sueño de traer, tras de su derrotero, a sus familias sufrientes que quedaron allá atrás.
Por simpatía nomás me pegué a las bombachas anchas y a las botas de potro rotosas de un viejo arriero de añosa piel arrugada y manos callosas y deformes. Lo seguí a todos lados con su consentimiento y compartí las desazones de los tantos “no hay trabajo, viejo” que recibía, plagando de noches de insomnio y de hambre, aplacada de vez en cuando por la solidaridad de otros que con más suerte habían conseguido trabajo.
Hasta que una madrugada, fría como la mierda, me invitó a subirnos de callados a uno de los vagones. Pagaríamos la osadía de no pagar pasaje con el peligro de compartir con los novillos ariscos las horas de viaje, pero grande fue la sorpresa cuando ya dentro del cubículo, estuvimos rodeados de pavos, centenares de ellos, que hacían su último viaje, como los vacunos del resto de la carga.
En medio de un “traca-traca” ensordecedor de las ruedas pisoteando vías hacia el saladero, como si los ruidos de los pavos no fueran de por sí un suplicio, mi compañero de viaje me contaba: “Los pavos también forman parte de lo que vende la Liebig. Bicho que llega al saladero lo mandan enlatado pa´las Europas “.
En poco rato de escuchar, don Facundo –así se llamaba el arriero- se explayó en su charla, y salieron a relucir las peripecias de su vida llena de paisajes de campos vacíos, de montes achaparrados y de mugidos de los animales que arriaba para ser sacrificados.
Desde la última estación del ferrocarril antes de llegar a Fray Bentos, había que arriar las vacas hasta la estancia “La Pileta”, allá donde la Liebig había encendido un gran fogón en 1864, cuando se creó, y aún continuaba prendido, rodeado constantemente de peones mateando o “tirando un tajo” al asador siempre servido.
El viejo tenía un cariño especial por sus vaquillas y novillos. Había oportunidades, después de varias jornadas, que algunas le resultaban reconocibles y las bautizaba por el sólo hecho de tener a quien hablarle.
“Remolona”, ¡vaca porfiada! ¡Volvé a la tropilla! ¡Qué carajo!
Las miraba a todas y sabía enseguida a cuáles debía prestarle atención. Porque era arisca, porque se quedaba rezagada o porque caminaba defectuosamente. Aprendí pronto a querer a aquel viejo solitario pero conversador que una vez me invitó a salir con él de polizón en un tren de la Middland.
Facundo metía su brazo en el barro de las cañadas para que las sanguijuelas se le prendieran y desde allí las traspasaba a los novillos para que le chuparan la “sangre mala” o para que diluyeran algún hematoma causado por un golpe.
Con la ceniza caliente, mezclada con escupitajos de saliva marrón de tabaco, les aplicaba de vez en cuando un emplasto sobre las heridas agusanadas de los animales, sanándolos como por encanto.
Y a la noche, cuando los ojos se cerraban por efecto del cansancio de tanto ver paisajes repetidos, los mugidos le servían de cántico mágico para hacerlo dormir.

 ¡Don Facundo, siga con la tropa hasta la Liebis, hágame el favor!
El viejo nunca había continuado desde los potreros de la estancia –a unos diez kilómetros del saladero- porque su tarea culminaba allí mismo, dejando a los animales pastar para reponerse de tantas leguas de caminata o acaso ayudando a los peones nuevos a desparramar las tropas entre los potreros que tenían capacidad para treinta y cinco mil vacunos. Por lo demás, antes de emprender el regreso, solía sentarse alrededor del fogón gigantesco, compartía una partida de cartas con el gauchaje, escuchaba y se deleitaba con los rasgueados de las guitarras y los versos fogosos de las payadas o acaso le seguía sin titubeos los roces de las polleras anchas de una china para perderse con ella en lo misterioso de la noche con tantas estrellas como novillos esperando el golpe de los marrones asesinos.
Seguimos con Facundo entonces con nuestra carga ruidosa y polvorienta por el llamado “camino de las tropas”, excavado en las barrancas marrones como si fuese un desfiladero, cuyas paredes retenían los mugidos alargados y tristes como si quienes los producían supiesen que estaban ya al final de su camino.
- ¡Vení Facundo! Vamu´a ver la matanza! –le convidó un veterano tropero, asomándose entre las latas-.
Los gritos de los obreros, los mugidos de las vacas y los golpes de los fierros, eran infernales, rebotando en los techos y en las paredes hasta redoblarse en un bullicio caótico.
Los animales, embretados firmemente, llegaban hasta este último instante de vida azuzados por picanas que los hacían saltar sobre el que los precedía, lastimándoles el lomo con las pezuñas filosas. Y al final, el marronero insensible descerrajaba el martillo grueso y pesado entre la cornamenta, repitiendo una y otra vez el chasquido de huesos deshechos para que uno a uno, los novillos cayeran al suelo mugriento, aún pataleando entre estertores de mugidos lastimeros y lenguas babeando.
Facundo miraba con los ojos asombrados, como si los suyos fueran los glóbulos desorbitados de las vacas mugientes en sus postreros hálitos de vida. De esa vida de campos verdes, de pasturas tiernas y de trotar cansino que les acercaba cada momento hacia la futura vida de carnes enlatadas.
Allí estaban “la rezagada”, “la chúcara”, “la remolona”, “la arisca”, “el cansao” y “el mimoso” que le tocara animar con sus silbidos y gritos para hacerlos llegar más rápido a ese destino de sangre y muerte.
En esos mismos ojos de Facundo vi que se sintió duramente culpable. Soy perro pero seguramente no me equivoco con las personas.
Una cosa era vagar por los campos, al trote de la yegua oliendo el verdor fresco de los cardales y sintiendo a los novillos dependiendo de él y manteniendo una comunión estrecha de vida rural. Otra cosa eran los chorros de sangre oscura que se escapaban echando vapor de los cortes precisos de los “naifes” filosos, que después formaban arroyos negros de líquido pastoso donde resbalaban los pies descalzos de los peones que ayudaban a colgar los cuerpos no inertes en los ganchos de la noria tintineante y ruidosa.
El anciano salió huyendo de aquel escenario de masacre. Embarró sus botas de potro en el mismo barro pisoteado por las vacas del brete que las encerraba cuando venían desde los corrales hacia el matadero.
Perdió su mente y su sentir en el murmullo ahora lejano de la juerga de muerte y aniquilación. Mientras, lagrimeando, restregó el dorso de su mano callosa por las maderas resecas de las barandas de los bretes, lustrosas de tanto roce de cueros empapados en sudores de las arriadas.
Desde lejos lo miré, sumido en esa espantosa soledad. Tomó Facundo las bridas de “Patrona”, su yegua, y me silbó como siempre, para que lo siguiera. Caminó el viejo cansinamente, desganado, apocado, apesadumbrado. La espalda, antes torcida por las miles de leguas sentado en el lomo del caballo, tenía nueva motivación para sentirse aún más dolida.
Cuando las chimeneas del saladero eran ya siluetas, se detuvo un instante y montó. Intentó silbar, pero nada salió de los labios resecos.
Y continuó llorando. En silencio, pero llorando.
“!Vamos, “barbincho”! ¡Qué esperás, carajo!?
Y el horizonte espeso por el calor de febrero, lleno de pastos movedizos y árboles negros, se onduló como espejismo, esperándonos para una nueva arriada...
LA LIBERTAD. Cuando me dispongo a tomar fotos a las aves, no hay "zoom" que valga. Siempre están alertas a cualquier movimiento raro, para emprender vuelo al menor signo de peligro. Pero lo que más admiro en esos instantes, es precisamente, la libertad de que gozan estos seres. Una libertad de la que los hombres NO hemos aprendido casi nada. Una libertad sin prejuicios. Una libertad de hacer lo que necesitan; ya sea beber agua, empollar sus huevos, hacer arrumacos con su pareja.
Y digo que no hemos aprendido los hombres de esa libertad porque nosotros siempre estamos condicionados. No somos como realmente somos, por el miedo, por el rencor, por la envidia, por el qué dirán, por el cómo me verán.
La libertad debería ser la más linda expresión del ser humano. La que nos demuestre tal cual somos y la que nos permita mostrarnos sin los "retoques" artificiales que nos hacen ver, generalmente, como nosotros deseamos que nos vean y no como realmente somos.
¿Qué entrevero de de palabras, verdad? Pero es quizás un subterfugio de escritor. Para que te detengas a leerlo mejor. Y eso te llevará a pensar...
La libertad debería llevarnos a ser la real y verdadera persona que somos y de esa manera encontrarnos cara a cara con la realidad de las otras personas a las que nos gustaría mirar, ver, entender y comprender tal como son y sin tener una duda si están "aparentando ser".
Dejemos salir de nuestro interior lo mejor de nosotros. No le pongamos el antifaz o la cara pintada del carnaval. Sintámonos felices de ser como somos, con lo lindo y lo no tan lindo, pero dando la seguridad que no nos domina la hipocresía de aparentar ser lo que no somos...